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Una-tierra-prometida (1)

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Tal vez fuera la yuxtaposición entre mi pasado y mi presente lo que me

dejó pensando en mi conversación con Putin. Cuando Axe me preguntó por

mis impresiones sobre el líder ruso, le dije que lo había encontrado

extrañamente familiar: «Como un jefe de distrito, solo que con misiles

nucleares y un veto en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas».

Aquella frase provocó una carcajada, pero yo no la había dicho con

intención de bromear. Putin me recordaba, de hecho, a ese tipo de hombres

que en cierta época habían controlado la maquinaria de Chicago o el

Tammany Hall; duros, con astucia callejera, nada sentimentales, que sabían

lo que querían, que nunca se movían fuera de su limitada experiencia y

veían el clientelismo, el soborno, el chantaje, el fraude y la violencia

ocasional como legítimas herramientas de negociación. Para ellos, igual que

para Putin, la vida era un juego de suma cero; tenías que hacer negocios con

los que estaban fuera de tu tribu, pero al final, jamás podías fiarte de ellos.

En primer lugar debías mirar por tus propios intereses y luego por el bien de

los tuyos. En ese mundo, la falta de escrúpulos y el desprecio por cualquier

aspiración elevada más allá de la acumulación de poder, no eran defectos;

eran una ventaja.

En Estados Unidos habían sido necesarias generaciones de protesta,

legislación progresista, escándalos periodísticos y un obstinado activismo

para frenar, cuando no eliminar del todo, ese tipo de crudos ejercicios de

poder. Esa tradición de reforma era en buena medida la que me había

animado a entrar en política. Y aun así, para reducir el riesgo de una

catástrofe nuclear o de otra guerra en Oriente Próximo, me había pasado la

mañana cortejando a un déspota que sin duda tenía informes de todos los

activistas rusos de la sala y podía acosar, encarcelar, o incluso algo peor, a

cualquiera de ellos en el momento que quisiera. Si Putin iba tras alguno de

aquellos activistas, ¿hasta dónde estaba dispuesto a ir yo a la hora de

llamarle la atención, sobre todo sabiendo que ni siquiera así iba a cambiar

su comportamiento? ¿Iba a arriesgar el fracaso de las negociaciones del

Tratado de Reducción de Armas Estratégicas, la cooperación rusa sobre

Irán? ¿Cómo se miden esos equilibrios? Podía decirme a mí mismo que los

compromisos existían en todas partes, que para conseguir que las cosas se

hicieran en mi país, tenía que hacer tratos con políticos cuya actitud no era

tan diferente de la de Putin y cuyos patrones éticos no siempre soportaban

el escrutinio. Pero esto era distinto. Los intereses eran mayores, en ambos

lados de la ecuación.

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