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Una-tierra-prometida (1)

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El encuentro con Putin destrozó el resto del cronograma de la jornada.

Regresamos a Moscú a toda prisa, donde tenía que dar el discurso de

inauguración de curso a unos jóvenes rusos de mirada chispeante,

estudiantes de Comercio Internacional y Finanzas. Pero antes, en una sala

de espera del escenario, tuve un breve encuentro con el exlíder soviético

Mijaíl Gorbachov. De setenta y ocho años y aún robusto, con su marca roja

de nacimiento en la cabeza, me sorprendió como si se tratara de un

personaje extrañamente trágico. Ahí estaba el hombre que en su momento

había sido uno de los más poderosos del mundo, cuyos instintos de reforma

y sus esfuerzos de desnuclearización —no importaba lo tentativos que

hubiesen sido— habían provocado una dramática transformación global y le

habían hecho ganar el Premio Nobel de la Paz, pero que ahora se veía

mayoritariamente despreciado en su propio país, tanto por aquellos que

sentían que se había rendido a Occidente como por quienes le consideraban

un anacronismo comunista cuyo momento había pasado hacía mucho

tiempo. Gorbachov me dijo que le entusiasmaba la idea de un reinicio de

relaciones y mi propuesta de un mundo sin armas nucleares, pero después

de quince minutos tuve que interrumpir la conversación para dar mi

discurso. Aunque me dijo que lo entendía, me di cuenta de que se sentía

decepcionado. Un recordatorio para los dos de la naturaleza voluble y fugaz

de la vida pública.

Luego hubo un almuerzo breve en el Kremlin con Medvédev y un

encuentro con personalidades del país, seguido de una mesa redonda con

empresarios estadounidenses y rusos, en la que se intercambiaron algunos

llamamientos tópicos sobre cooperación económica. Cuando llegué a la

cumbre de líderes de las sociedades civiles rusas y estadounidenses que

había organizado McFaul, empecé a notar como me golpeaba el jet lag . Me

sentí aliviado de poder sentarme, recuperar el aliento y escuchar las

intervenciones de quienes hablaron antes que yo.

Ese era el tipo de grupo en el que me sentía a gusto: activistas

democráticos, ONG, trabajadores comunitarios que se ocupaban desde la

base de asuntos como vivienda, salud pública y acceso político. La mayoría

de ellos trabajaba en la oscuridad, ahogados de fondos para mantener a flote

sus proyectos y rara vez tenían oportunidad de viajar fuera de sus ciudades,

mucho menos por invitación de un presidente de Estados Unidos. Incluso

uno de los estadounidenses había trabajado conmigo en mi época en

Chicago.

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