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Una-tierra-prometida (1)

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Medvédev en alguna otra parte de la propiedad, les habían hinchado a

chupitos de vodka y schnapps , y les habían dejado de un excelente humor

que no iba a durar mucho cuando tuvieran que despertarse a la mañana

siguiente. Cuando Michelle se quedó dormida a mi lado en la oscuridad del

coche me sorprendió lo memorable que había sido la noche; cómo, con la

excepción de los intérpretes sentados con discreción detrás de nosotros

mientras comíamos, podríamos haber estado perfectamente en una cena en

cualquier barrio de clase alta estadounidense. Medvédev y yo teníamos no

pocas cosas en común: los dos habíamos estudiado y enseñado Derecho,

nos habíamos aventurado en la política ayudados por otros políticos

mayores y más cautelosos. Me hacía preguntarme cuántas de nuestras

diferencias podían explicarse por nuestros caracteres e inclinaciones, y

cuántas eran el simple resultado de nuestras circunstancias. A diferencia de

él, yo había tenido la buena suerte de haber nacido en un país en el que el

éxito político no requería que hiciera la vista gorda a sobornos de miles de

millones de dólares o chantajes a oponentes políticos.

Conocí a Vladimir Putin la mañana siguiente cuando visité su dacha,

situada en las afueras de Moscú. Nuestros expertos en Rusia, McFaul, Bill

Burns y Jim Jones me acompañaron en el viaje. Burns, que ya había tenido

otros encuentros con Putin, sugirió que hiciese una presentación inicial

breve. «Es muy sensible a cualquier posible desprecio —dijo Burns—, y

desde su punto de vista es el líder más veterano. Tal vez sea mejor abrir la

reunión preguntándole cuál es su opinión sobre el estado de las relaciones

entre Estados Unidos y Rusia y dejar que se saque de encima dos o tres

cosas.»

Después de cruzar una puerta impresionante y continuar por una larga

carretera, nos detuvimos frente a una mansión en la que Putin nos recibió

con la foto de rigor. Su físico era bastante común: bajito y compacto —con

fisonomía de luchador—, un pelo fino y rubio, una nariz prominente y unos

ojos pálidos y atentos. Después de intercambiar unos cumplidos con

nuestras respectivas delegaciones, percibí una despreocupación en sus

movimientos, un practicado desinterés en su voz que indicaba que estaba

acostumbrado a que le rodearan subordinados y solicitantes. Se había

convertido en una persona habituada al poder.

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