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Una-tierra-prometida (1)

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techos altos y dorados y sus elaborados muebles restaurados a su antiguo

esplendor zarista. Nuestra charla fue cordial y profesional, y en una rueda

de prensa conjunta suavizamos con inteligencia la fricción continua sobre el

tema de Georgia y los misiles de defensa, ya que teníamos numerosas

«novedades» que anunciar, entre ellas un acuerdo sobre el marco para la

negociación de un nuevo tratado sobre armas estratégicas que reduciría las

cabezas nucleares de ambas partes y los sistemas de lanzamiento hasta un

tercio. Gibbs estaba más entusiasmado con el convenio con Rusia para

suprimir las restricciones sobre ciertas exportaciones de ganado

estadounidense, un cambio que suponía más de mil millones de dólares para

los granjeros y rancheros de nuestro país.

«Algo que realmente les importa a esos tipos que hemos dejado en casa»,

dijo con una sonrisa.

Esa noche, nos invitaron a Michelle y a mí a la dacha de Medvédev, a

unos kilómetros a las afueras de la ciudad, para una cena privada. Por mi

lectura de novelas rusas, me la imaginaba como una versión rústica, pero

más grande, de una casa tradicional de campo. En vez de eso, nos vimos en

una finca enorme rodeada por un conjunto de árboles altos. Medvédev y su

mujer, Svetlana —una alegre matrona rubia con la que Michelle y las niñas

habían pasado buena parte del día—, nos recibieron en la puerta principal y

tras una breve visita salimos a un jardín junto a un gran mirador con vigas

de madera donde la cena estaba servida.

Nuestra conversación apenas rozó la política. Medvédev estaba fascinado

con internet y me interrogó sobre Silicon Valley, manifestó su deseo de

impulsar a Rusia en el sector tecnológico. Mostró mucho interés en mi

rutina de entrenamiento y me contó que él nadaba media hora todos los

días. Compartimos anécdotas sobre nuestra experiencia como profesores de

Derecho y confesó su afición por bandas de rock duro como Deep Purple.

Svetlana manifestó su preocupación por la forma en que afrontaba la

adolescencia su hijo de trece años, Ilya, con la atención añadida de ser el

hijo del presidente; un reto que Michelle y yo entendíamos a la perfección.

Medvédev especuló sobre la posibilidad de que el chico finalmente

prefiriera hacer sus estudios universitarios en el extranjero.

Nos despedimos de los Medvédev poco después del postre,

asegurándonos de que los miembros de nuestro equipo estuvieran a bordo

de la furgoneta antes de que nuestra comitiva saliera del recinto. A Gibbs y

Marvin les habían estado entreteniendo otros miembros del equipo de

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