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Una-tierra-prometida (1)

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peinaran, ponerse un vestido y zapatos nuevos para que al aterrizar su

aspecto fuera presentable. Tenían que sonreír a los fotógrafos mientras

bajábamos por la escalerilla, presentarse a continuación a toda una fila de

dignatarios canosos que estaban esperándonos en la pista, con cuidado de

mantener siempre contacto visual y no mascullar entre dientes como les

había enseñado su madre, tratando además de que no pareciera que se

aburrían mientras su padre se enrollaba en una absurda cháchara antes de

que todo el mundo subiera a la Bestia, que ya estaba esperando. Mientras

íbamos por la autopista de Moscú le pregunté a Malia cómo lo estaba

sobrellevando. Parecía en estado catatónico, con sus grandes ojos marrones

mirando vacíos hacia algún lugar sobre mi hombro.

«Creo que —me dijo— esto es lo más cansada que he estado en toda mi

vida.»

Una siesta a media mañana pareció curar el jet lag de las niñas, y hubo

momentos juntos en aquel viaje a Moscú que recuerdo como si hubiesen

sucedido ayer: Sasha caminando a grandes zancadas a mi lado por los

lujosos vestíbulos del Kremlin cubiertos de alfombras rojas, seguida de una

serie de altos oficiales rusos de uniforme, con las manos metidas en los

bolsillos de una gabardina marrón como si fuera una agente secreta en

miniatura; o Malia tratando de reprimir una mueca después de atreverse

valientemente a probar el caviar en la terraza superior de un restaurante que

daba a la plaza Roja. (Fiel a su costumbre, Sasha se negó a probar aquella

cosa viscosa que le ofrecí en mi cuchara, incluso ante el riesgo de no tener

más tarde su cucurucho en la heladería.)

Pero viajar con la primera familia no era lo mismo que viajar durante la

campaña, cuando conducíamos una autocaravana de ciudad en ciudad y

tanto Michelle como las niñas estaban a mi lado en los desfiles y las ferias

del condado. Ahora tenía mi itinerario y ellas el suyo, junto a su equipo de

apoyo, sus informes y su fotógrafo oficial. Al final de nuestra primera

noche en Moscú, cuando nos reunimos de nuevo en el Ritz-Carlton, nos

tumbamos los cuatro en la cama y Malia preguntó por qué no había ido con

ellas a ver a las bailarinas rusas y los fabricantes de muñecas. Michelle se

inclinó y dijo en tono de conspiración: «A tu padre no se le permite

divertirse. Tiene que estar sentado en reuniones aburridas todo el día».

«Pobre papá», dijo Sasha acariciándome la cabeza.

La escenografía de mi encuentro oficial con Medvédev fue bastante

impresionante; en uno de los palacios del complejo del Kremlin, con sus

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