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Una-tierra-prometida (1)

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Todo aquello era posible, pero no probable. Desde la época de los zares,

los historiadores han consignado en Rusia la tendencia de adoptar con gran

algarabía las últimas ideas de Europa —tanto si se trata de un Gobierno

representativo como de una burocracia moderna, el libre mercado o el

socialismo estatal— solo para subordinar o abandonar esas nociones

importadas a favor de otros modos más antiguos y severos de mantener el

orden social. En la batalla por la identidad rusa, con frecuencia el miedo y

el fatalismo han vencido al cambio y la esperanza. Una respuesta

comprensible a cuatro mil años de historia de invasiones mongolas, intrigas

bizantinas, grandes hambrunas, servidumbres perversas, tiranías

desenfrenadas, incontables insurrecciones, revoluciones sangrientas,

guerras devastadoras, asedios de años y millones y millones de carnicerías,

todo ello en un paisaje gélido e implacable.

En julio volé a Moscú para mi primera visita a Rusia como presidente

aceptando la invitación que Medvédev me había extendido en abril durante

nuestro encuentro en el G20. Mi idea era continuar con la idea de reiniciar

las relaciones, centrándonos en las áreas de interés común al mismo tiempo

que reconocíamos y tratábamos de gestionar nuestras significativas

diferencias. Era verano, por lo que había terminado el curso escolar, lo que

significaba que Michelle, Malia y Sasha podían unirse al viaje. Y con el

pretexto de que necesitaba ayuda con las niñas (y la promesa de un tour por

el Vaticano y una audiencia con el Papa, cuando siguiendo nuestro viaje

llegáramos a Italia para una reunión del G8), Michelle convenció a mi

suegra y a nuestra cercana amiga Mama Kaye para que se unieran también

al viaje.

Nuestras hijas siempre habían sido grandes viajeras y soportaban

alegremente nuestros anuales vuelos de ida y vuelta de nueve horas entre

Chicago y Hawái sin lloriquear nunca, ni tener pataletas, ni dar patadas a

los asientos de enfrente, interesándose más bien en juegos, rompecabezas y

libros que repartía Michelle con precisión militar en intervalos regulares.

Viajar en el Air Force One era claramente un ascenso para ellas, habilitaba

la opción de ver películas, dormir en camas de verdad, y una tripulación que

les hinchaba con todo tipo de aperitivos. Aun así, cruzar el océano con el

presidente de Estados Unidos presentaba otro tipo de retos. Tuvieron que

despertarse solo unas pocas horas después de haberse acostado para que las

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