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Una-tierra-prometida (1)

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debilidad de Yeltsin. Preferían un hombre de mano dura, algo que a Putin le

encantaba ofrecer.

Reaseguró el control ruso sobre la región predominantemente musulmana

de Chechenia, sin escrúpulos a la hora de igualar las brutales tácticas

terroristas de los rebeldes separatistas con una violencia militar implacable.

Restableció los poderes de vigilancia de estilo soviético tomando como

pretexto la seguridad de la gente. Cuando los activistas democráticos se

enfrentaron a las tendencias autócratas de Putin, les despachó como si

fuesen títeres de Occidente. Resucitó los símbolos precomunistas y hasta

los comunistas y abrazó la largamente reprimida Iglesia ortodoxa rusa.

Disfrutaba de proyectos ostentosos, promovió espectáculos carísimos, entre

los que se incluyó una oferta para albergar los Juegos Olímpicos de

Invierno en la ciudad balneario de Sochi. Con la meticulosidad de un

adolescente en Instagram, generaba una fuente constante de fotografías en

las que proyectaba una imagen casi ridícula de vigor masculino (Putin

montando a caballo sin camiseta, Putin jugando al hockey) al mismo tiempo

que ejercía esporádicamente el chovinismo y la homofobia, insistiendo en

que los valores rusos estaban siendo infectados con elementos extranjeros.

Todo lo que hacía Putin era para alimentar el relato de que, gracias a su guía

firme y paternal, Rusia había recuperado su magia.

Solo había un problema para él: Rusia ya no era una superpotencia. A

pesar de contar con un arsenal nuclear solo superado por el nuestro, Rusia

carecía de la vasta red de alianzas y bases que permitía a Estados Unidos

proyectar su poder por todo el globo. La economía rusa seguía siendo más

pequeña que la de Italia, Canadá y Brasil, dependiente casi por completo

del petróleo, el gas, los minerales y la exportación de armas. Los distritos

comerciales de lujo de la ciudad de Moscú eran buena muestra de la

transformación del país desde una economía destartalada y estatal a una con

un número creciente de multimillonarios, pero la vida apurada de los rusos

corrientes hablaba de lo poco que les llegaba de esa nueva riqueza. De

acuerdo con diversos indicadores internacionales, los niveles de corrupción

y desigualdad rusos competían con los de países en vías de desarrollo, y la

esperanza de vida masculina en 2009 era más baja que la de Bangladesh.

Había muy pocos —si es que había alguno— jóvenes africanos, asiáticos o

latinoamericanos que miraran a Rusia en busca de inspiración en la lucha

para las reformas de sus sociedades, que se sintieran conmovidos por sus

películas o su música, o que soñaran con estudiar allí, mucho menos con

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