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Una-tierra-prometida (1)

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Muro de Berlín y los activistas democráticos de Rusia auparon al poder a

Borís Yeltsin, apartando a un lado el viejo orden comunista y disolviendo la

Unión Soviética, me pareció no solo una victoria de Occidente sino una

demostración del poder de una ciudadanía movilizada y un aviso a los

déspotas de todo el mundo. Aunque el caos que se apoderó de Rusia en los

años noventa me hizo dudar —colapso económico, corrupción rampante,

populismo de derechas, oligarquías en la sombra—, mantuve la esperanza

de que a pesar de las inevitables dificultades de la transición a un mercado

libre y un Gobierno representativo, acabaría emergiendo una Rusia más

próspera y libre.

Cuando llegué a la presidencia ya estaba casi curado de ese optimismo.

Era cierto que el sucesor de Yeltsin, Vladimir Putin, que había llegado al

poder en 1999, no manifestaba ningún interés en regresar al

marxismoleninismo («un error», como lo denominó en una ocasión); y que

había estabilizado con éxito la economía de la nación, en buena medida

gracias a un enorme incremento de los ingresos públicos procedentes de la

subida de precios del petróleo. Ahora las elecciones se celebraban de

acuerdo con la Constitución rusa, los capitalistas estaban por todas partes,

los rusos de a pie podían viajar al extranjero y los activistas prodemocracia

como el maestro de ajedrez Garri Kaspárov podían criticar libremente al

Gobierno sin acabar instantáneamente en un gulag.

Pero aun así, con cada año que Putin estaba en el poder, la nueva Rusia

cada vez se parecía más a la vieja. Quedó claro que una economía de

mercado y unas elecciones periódicas podían ir a la par de un

«autoritarismo blando» que concentraba de forma consistente el poder en

sus manos y disminuía el espacio para una disidencia significativa. Los

oligarcas que cooperaban con él se convertían en algunos de los hombres

más ricos del planeta. Aquellos que rompían con Putin acababan recibiendo

distintas acusaciones criminales y se les despojaba de sus activos; Kaspárov

finalmente acabó pasando unos cuantos días en la cárcel por haber

encabezado una manifestación anti-Putin. Los compinches del presidente

ruso tenían el control de los mayores medios de comunicación del país, y al

resto se les presionaba para que aseguraran una cobertura al menos tan

amistosa como los medios estatales habían ofrecido a los gobernantes

comunistas. Los periodistas independientes y los líderes civiles se vieron

vigilados por el Servicio Federal de Seguridad (la encarnación moderna del

KGB) o, en algunos casos, fueron asesinados.

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