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Una-tierra-prometida (1)

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históricos adversarios poderosos a los que por principio no les gustaban las

sanciones y que tenían buenas relaciones diplomáticas y comerciales con

Irán (y que desconfiaban tanto como Teherán de las intenciones de Estados

Unidos).

Puesto que alcancé la mayoría de edad entre los años sesenta y setenta, soy

lo bastante mayor para recordar la Guerra Fría como el paradigma de las

relaciones internacionales, la fuerza que dividió a Europa en dos, que

alimentó la carrera nuclear y generó guerras en todo el mundo. Modeló mi

imaginación infantil: en libros escolares, periódicos, novelas de espías y

películas, la Unión Soviética era el temible adversario en una lucha entre la

libertad y la tiranía.

Fui también parte de una generación pos-Vietnam que había aprendido a

cuestionar a su propio Gobierno y había visto cómo —desde el auge del

macartismo hasta el apoyo al régimen del apartheid en Sudáfrica— la

mentalidad de la Guerra Fría con frecuencia había llevado a Estados Unidos

a traicionar sus ideales. Esa conciencia no impidió que pensara que

debíamos combatir la expansión del totalitarismo marxista, pero me hizo

desconfiar de la idea de que el bien estaba solo de nuestro lado y el mal del

de ellos, o de que una nación que había producido a un Tolstói y un

Chaikovski fuera radicalmente distinta de la nuestra. Por el contrario, los

demonios del sistema soviético me parecían una variación sobre una

tragedia humana más amplia. La forma en que las teorías abstractas y la

rígida ortodoxia podían derivar en represión, lo dispuestos que estamos a

justificar compromisos morales y a renunciar a nuestras libertades, cómo el

poder corrompe y el miedo lo agrava todo y cómo puede degradarse el

lenguaje, ninguna de aquellas cosas era exclusiva de los soviéticos o los

comunistas, pensé, se aplicaban a todos nosotros. La aguerrida lucha de los

disidentes tras el Telón de Acero parecía solo una parte, más que algo

distinto, de una lucha más amplia por la dignidad humana que estaba

sucediendo en todo el mundo, y también en Estados Unidos.

Cuando a mediados de los años ochenta Mijaíl Gorbachov tomó el relevo

de la Secretaría General del Partido Comunista y propició la cauta

liberalización conocida como la perestroika y el glasnost, observé con

atención lo que sucedía a continuación, preguntándome si se trataba del

inicio de una nueva era. Y cuando solo unos pocos años más tarde cayó el

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