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Una-tierra-prometida (1)

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Un arsenal nuclear iraní no necesitaba amenazar el territorio

estadounidense; la simple posibilidad de un ataque nuclear o del terrorismo

nuclear en Oriente Próximo reduciría en extremo las opciones de impedir

una agresión iraní a sus países vecinos para un futuro presidente de Estados

Unidos. Lo más probable era que los saudíes reaccionaran tratando de

conseguir su propia «bomba suní» rival, desatando una carrera

armamentística nuclear en la región más volátil del mundo. Por su parte,

Israel —que según se dice también posee una cantidad considerable de

armamento nuclear sin declarar— consideraba un Irán nuclear como una

amenaza existencial y supuestamente comenzó a hacer planes para un

ataque preventivo contra las instalaciones iraníes. Cualquier acción,

reacción o error de cálculo por cualquiera de las partes podía sumergir a

Oriente Próximo —y a Estados Unidos— en otro conflicto en un momento

en que aún teníamos ciento ochenta mil tropas muy expuestas en toda la

frontera de Irán, y cuando cualquier fuerte incremento en los precios del

petróleo podía hacer caer en picado la economía mundial. Durante mi

mandato, algunas veces pensábamos en los posibles escenarios derivados de

un conflicto con Irán; salía de aquellas conversaciones apesadumbrado por

saber que si una guerra llegaba a ser inevitable, casi todo lo que trataba de

lograr quedaría drásticamente interrumpido.

Por todos esos motivos, mi equipo y yo nos pasamos la mayor parte de la

transición discutiendo sobre cómo prevenir que Irán lograra crear un arma

nuclear; idealmente a través de la diplomacia, antes de empezar otra guerra.

Nos decidimos por una estrategia en dos pasos. Como apenas se había

producido ningún contacto de alto nivel entre Estados Unidos e Irán desde

1980, el primer paso implicaba un contacto directo. Como dije en mi

discurso de investidura, estábamos dispuestos a extender la mano a todos

aquellos que estuvieran dispuestos a abrir el puño. A las semanas de asumir

el cargo de presidente, envié una carta secreta al ayatolá Jamenei a través de

un canal que teníamos con diplomáticos iraníes, en la que le proponía que

abriéramos un diálogo entre las dos naciones para tratar todo un abanico de

cuestiones, entre las que se incluían el programa nuclear iraní. La respuesta

de Jamenei fue terminante: Irán no estaba interesada en conversaciones

directas. Sin embargo, aprovechó la ocasión para sugerir que Estados

Unidos dejara de comportarse como un bravucón imperialista.

—Supongo que al menos de momento no tiene intención de abrir el puño

—dijo Rahm cuando leyó una copia de la carta de Jamenei que habían

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