Una-tierra-prometida (1)
le fuera a parecer mejor que estuviera en Washington que en Springfield,anuncié mi candidatura al Congreso por el Primer Distrito.Casi desde el principio, la campaña fue un desastre. Al cabo de pocassemanas, empezaron a circular rumores difundidos desde la órbita de Rush:«Obama es un don nadie; lo respaldan los blancos; es un elitista de Harvard.Y con ese nombre... ¿es siquiera negro?».Cuando recaudé dinero suficiente para encargar una encuesta de verdad,descubrí que el 90 por ciento de la gente del distrito sabía quién era Bobby,y tenía un índice de aprobación del 70 por ciento, mientras que solo el 11por ciento de los votantes sabía quién era yo. Poco tiempo después, el hijode Bobby murió trágicamente víctima de un disparo, lo que provocó unaefusión de simpatía hacia él. En la práctica, suspendí mi campaña duranteun mes y vi cómo la televisión cubría el funeral, que se celebró en mipropia iglesia, presidido por el reverendo Jeremiah Wright. Ya en unasituación delicada en casa, llevé a mi familia a Hawái para unas brevesvacaciones de Navidad; y fue entonces cuando el gobernador decidióconvocar una sesión especial para someter a votación una medida sobre elcontrol de armas que yo respaldaba. Pero con Malia, de dieciocho mesesentonces, enferma e incapaz de subirse a un avión, falté a la votación yrecibí palos de todos los colores en la prensa de Chicago.Perdí por treinta puntos.Cuando hablo con jóvenes sobre política, a veces les cuento esta historiacomo una lección práctica sobre lo que no hay que hacer. Normalmenteañado un epílogo, en el que describo cómo, pocos meses después de miderrota, un amigo, preocupado de que estuviese de bajón, se empeñó en quelo acompañase a la Convención Nacional Demócrata del año 2000 en LosÁngeles. («Tienes que volver a subirte al caballo», me dijo.) Pero cuandoaterricé allí e intenté alquilar un coche, no pude hacerlo porque habíasuperado el límite de gasto en mi tarjeta American Express. Logré llegar alStaples Center, pero entonces me enteré de que la credencial que mi amigome había conseguido no permitía el acceso a la planta de la convención, porlo que no pude más que lamentar mi suerte mientras daba vueltas alrededordel recinto, y veía los festejos en las pantallas de televisión que habíanmontado. Por último, tras un incómodo episodio ocurrido esa misma noche,en el que mi amigo no logró que me dejaran entrar a una fiesta a la que élasistía, cogí un taxi al hotel, dormí en el sofá de su suite, y volé de vuelta aChicago justo cuando Al Gore estaba aceptando la nominación.
Es una historia graciosa, sobre todo en vista de adónde acabé llegandotiempo después. Como le digo a mi público, refleja la impredeciblenaturaleza de la política, y la necesidad de aguantar el tirón.Lo que no menciono es mi sombrío estado de ánimo en el avión devuelta. Tenía casi cuarenta años, no tenía un duro, acababa de sufrir unahumillante derrota y mi matrimonio estaba en horas bajas. Sentí, quizá porprimera vez en mi vida, que había seguido un camino equivocado; quecualesquiera reservas de energía y optimismo que creía haber tenido,cualquier potencial en el que siempre hubiese confiado, se me habíanagotado en esa misión imposible. Peor aún, tomé conciencia de que en ladecisión de presentarme al Congreso había pesado no solo el sueño altruistade cambiar el mundo, sino también la necesidad de justificar las decisionesque ya había tomado, o de alimentar mi ego, o de aplacar mi envidia haciaquienes habían conseguido lo que yo no había logrado.Dicho de otro modo, me había convertido exactamente en aquello contralo que, cuando era más joven, me había prevenido a mí mismo: en unpolítico, y uno no demasiado bueno.
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le fuera a parecer mejor que estuviera en Washington que en Springfield,
anuncié mi candidatura al Congreso por el Primer Distrito.
Casi desde el principio, la campaña fue un desastre. Al cabo de pocas
semanas, empezaron a circular rumores difundidos desde la órbita de Rush:
«Obama es un don nadie; lo respaldan los blancos; es un elitista de Harvard.
Y con ese nombre... ¿es siquiera negro?».
Cuando recaudé dinero suficiente para encargar una encuesta de verdad,
descubrí que el 90 por ciento de la gente del distrito sabía quién era Bobby,
y tenía un índice de aprobación del 70 por ciento, mientras que solo el 11
por ciento de los votantes sabía quién era yo. Poco tiempo después, el hijo
de Bobby murió trágicamente víctima de un disparo, lo que provocó una
efusión de simpatía hacia él. En la práctica, suspendí mi campaña durante
un mes y vi cómo la televisión cubría el funeral, que se celebró en mi
propia iglesia, presidido por el reverendo Jeremiah Wright. Ya en una
situación delicada en casa, llevé a mi familia a Hawái para unas breves
vacaciones de Navidad; y fue entonces cuando el gobernador decidió
convocar una sesión especial para someter a votación una medida sobre el
control de armas que yo respaldaba. Pero con Malia, de dieciocho meses
entonces, enferma e incapaz de subirse a un avión, falté a la votación y
recibí palos de todos los colores en la prensa de Chicago.
Perdí por treinta puntos.
Cuando hablo con jóvenes sobre política, a veces les cuento esta historia
como una lección práctica sobre lo que no hay que hacer. Normalmente
añado un epílogo, en el que describo cómo, pocos meses después de mi
derrota, un amigo, preocupado de que estuviese de bajón, se empeñó en que
lo acompañase a la Convención Nacional Demócrata del año 2000 en Los
Ángeles. («Tienes que volver a subirte al caballo», me dijo.) Pero cuando
aterricé allí e intenté alquilar un coche, no pude hacerlo porque había
superado el límite de gasto en mi tarjeta American Express. Logré llegar al
Staples Center, pero entonces me enteré de que la credencial que mi amigo
me había conseguido no permitía el acceso a la planta de la convención, por
lo que no pude más que lamentar mi suerte mientras daba vueltas alrededor
del recinto, y veía los festejos en las pantallas de televisión que habían
montado. Por último, tras un incómodo episodio ocurrido esa misma noche,
en el que mi amigo no logró que me dejaran entrar a una fiesta a la que él
asistía, cogí un taxi al hotel, dormí en el sofá de su suite, y volé de vuelta a
Chicago justo cuando Al Gore estaba aceptando la nominación.