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Una-tierra-prometida (1)

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lazos que compartíamos a pesar de las diferencias nacionales, raciales y

étnicas cuando nos decidíamos a dejar a un lado nuestro miedo. No

importaba lo frustrado o desanimado que estuviera, cuando salía de aquellos

encuentros siempre me sentía recargado, como si me hubiera dado un baño

primaveral en un fresco arroyo de un bosque. Siempre que siguieran

existiendo jóvenes como aquellos en todos los rincones del mundo, me

decía a mí mismo, había buenos motivos para mantener la esperanza.

Por todo el mundo la actitud pública hacia Estados Unidos mejoró

notablemente desde que asumí la presidencia, demostrando que nuestro

trabajo diplomático previo estaba surtiendo efecto. La creciente popularidad

hacía que a nuestros aliados les resultara mucho más sencillo apoyar a

nuestras tropas o incluso mandar a sus propias tropas a Afganistán, porque

sabían que sus ciudadanos confiaban en nuestro liderazgo. Aquello nos dio

a Tim Geithner y a mí más ventajas a la hora de coordinar una respuesta

internacional a la crisis financiera. Cuando Corea del Norte empezó a hacer

pruebas balísticas de misiles, Susan Rice consiguió que se aprobaran unas

severas sanciones en el Consejo de Seguridad, en parte gracias a su talento

y tenacidad, pero también, eso me dijo, «porque hay muchos países que

quieren demostrar que están alineados con usted».

Aun así, había unos límites de lo que se podía lograr con una cálida

ofensiva diplomática. Al fin y al cabo, la política exterior de cada país la

rigen sus propios intereses económicos, geográficos y étnicos, sus

divisiones religiosas, sus disputas territoriales, sus mitos fundacionales, sus

traumas persistentes, sus animosidades ancestrales y, por encima de todo,

los imperativos de aquellos que pretendían conservar su poder. Era raro el

líder extranjero susceptible solo a la persuasión moral. Para progresar en los

asuntos más espinosos de la política exterior, necesitaba un segundo tipo de

diplomacia, una de recompensas y castigos concretos diseñada para alterar

los cálculos de los líderes más duros e implacables. Durante mi primer año

hubo tres naciones en concreto —Irán, Rusia y China— cuyos líderes me

dieron la medida de lo difícil que podía llegar a ser.

De los tres, Irán planteaba el reto menos serio para los intereses a largo

plazo de Estados Unidos, pero se ganó el premio al «más activamente

hostil». Heredero de los grandes imperios persas de la Antigüedad,

epicentro de la ciencia y el arte durante la dorada edad media del islam,

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