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Una-tierra-prometida (1)

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Por el mismo motivo intentamos incluir en todos mis viajes al extranjero

algo de turismo de alto nivel, algo que me sacara de los hoteles y me hiciera

salir de los palacios. Sabía que mi interés por visitar la Mezquita Azul de

Estambul o un restaurante local en Ho Chi Minh iba a dejar una impresión

más duradera en la gente corriente de Turquía o de Vietnam que cualquier

encuentro bilateral o cualquier argumento en una rueda de prensa. Y algo

tan importante como lo anterior: aquellas paradas me daban la oportunidad

de interactuar, aunque fuera un poco, con la gente corriente y no solo con

altos cargos del Gobierno y élites económicas, personas a las que se

consideraba desfasadas en muchos países.

Pero nuestra herramienta más efectiva para la diplomacia pública salió

directamente de mi manual de estrategia de campaña: durante mis viajes

internacionales, insistí en que quería tener encuentros con jóvenes del lugar.

La primera vez que lo intentamos, con una multitud de más de tres mil

estudiantes europeos durante la cumbre de la OTAN en Estrasburgo, no

estábamos muy seguros sobre qué esperar. ¿Me iban a acosar a preguntas?

¿Les iba a aburrir con mis respuestas largas y enrevesadas? Pero después de

una hora sin guion en la que los asistentes me preguntaron con entusiasmo

sobre todo tipo de cuestiones, desde el cambio climático hasta la lucha

contra el terrorismo, y me hicieron alegres comentarios (entre ellos que

Obama significa «melocotón» en húngaro) decidimos convertirlo en uno de

los puntos habituales de mis viajes al extranjero.

Los encuentros públicos generalmente se emitían en las televisiones

nacionales, ya fueran de Buenos Aires, Bombay o Johannesburgo, y atraían

siempre a una gran audiencia. Para la gente de muchos lugares del mundo,

el espectáculo de un jefe de Estado mostrándose accesible a las preguntas

directas de los ciudadanos era toda una novedad y un argumento a favor de

la democracia mucho más significativo que ninguna charla posible. Tras

consultarlo con nuestras embajadas locales, solíamos invitar a jóvenes

activistas pertenecientes a grupos marginados del país anfitrión: minorías

religiosas o étnicas, refugiados, estudiantes LGBTQ. Al darles un

micrófono y dejarles contar su historia lograba que un país entero viera la

justicia de sus demandas.

Los jóvenes a los que conocí en esos encuentros públicos fueron una

constante fuente de inspiración personal. Me hicieron reír y a veces me

hicieron llorar. Con su idealismo, me recordaron a los jóvenes activistas de

campaña y demás voluntarios que me llevaron a la presidencia, también los

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