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Una-tierra-prometida (1)

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Cuando me presenté a las elecciones prometí a los estadounidenses una

política exterior distinta de la que se venía practicando desde el 11-S. Irak y

Afganistán ofrecían crueles lecciones sobre lo rápido que se reducían las

opciones de un presidente cuando comenzaba una guerra. Estaba decidido a

cambiar esa mentalidad que se había apoderado no solo de la

Administración Bush sino también de buena parte de Washington; una que

veía amenazas detrás de cada esquina y que sentía un orgullo perverso en

actuar unilateralmente, y que consideraba la acción militar casi una forma

rutinaria de afrontar los retos de la política exterior. En nuestra relación con

otras naciones nos habíamos vuelto testarudos y miopes, reacios a hacer el

duro y lento trabajo de construir coaliciones y crear consenso. Nos

habíamos cerrado frente a otros puntos de vista. Yo pensaba que la

seguridad de Estados Unidos dependía de fortalecer nuestras alianzas e

instituciones internacionales. Veía la acción militar como el último recurso,

no como el primero.

Teníamos que gestionar las guerras en las que estábamos implicados.

Pero también quería poner a prueba esa fe más profunda en la diplomacia.

Empecé con un cambio en el tono. Desde el comienzo de mi

Administración nos aseguramos de que todas las declaraciones sobre

política exterior que salieran de la Casa Blanca hicieran énfasis en la

importancia de la cooperación internacional y en la intención de Estados

Unidos de comprometerse con otras naciones, pequeñas y grandes, sobre la

base de un respeto e interés mutuos. Buscamos vías pequeñas pero

simbólicas para hacer ese cambio de política; como aumentar el

presupuesto de asuntos internacionales del Departamento de Estado o

ponernos al día con las deudas pendientes con las Naciones Unidas después

de algunos años en que la Administración Bush y un Congreso controlado

por los republicanos habían retenido ciertos pagos.

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