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Una-tierra-prometida (1)

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Pero lo que más recuerdo fue una escena que tuvo lugar en el hotel antes

de la cena. Michelle y yo acabábamos de vestirnos cuando Marvin llamó a

la puerta de nuestra habitación, situada en la cuarta planta, y nos dijo que

miráramos por la ventana. Al abrir las cortinas vimos a varios miles de

personas que se habían reunido al anochecer y llenaban la estrecha calle.

Todas ellas llevaban en alto una vela, la tradicional manera en que cada año

la ciudad expresa su agradecimiento al ganador del Nobel de la Paz. Fue

una imagen mágica, como si hubiera caído del cielo una lluvia de estrellas.

Y cuando Michelle y yo nos asomamos a saludar, sintiendo el frío aire

nocturno en las mejillas y entre los vítores entusiastas de la multitud, no

pude evitar pensar en los combates que diariamente seguían consumiendo a

Irak y Afganistán y en la crueldad, el sufrimiento y la injusticia que mi

Administración apenas había empezado a abordar. La idea de que yo, o

cualquier otro, pudiera infundir orden a semejante caos resultaba irrisoria;

en cierto modo, aquella multitud estaba aclamando una ilusión. Y sin

embargo, en las llamas de aquellas velas vi algo más. Vi una manifestación

del espíritu de millones de personas de todo el mundo: el soldado

estadounidense encargado de una guarnición en Kandahar, la madre iraní

que enseña a su hijo a leer, el activista ruso por la democracia reuniendo

coraje para una manifestación, todos aquellos que se negaban a renunciar a

la idea de que la vida podía ser mejor y de que, fueran cuales fuesen los

riesgos y adversidades, tenían un papel que desempeñar.

«Hagas lo que hagas no será suficiente —los oía decir—. Inténtalo de

todos modos.»

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