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Una-tierra-prometida (1)

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radiantes de juventud, tan seguros de su destino y ansiosos por defender a

su país, noté que se me henchía el corazón de un orgullo casi paternal. Tan

solo recé para que sus líderes, yo entre ellos, fuéramos dignos de su

confianza.

Nueve días después viajé a Oslo para recibir el Premio Nobel de la Paz. La

imagen de aquellos jóvenes cadetes de West Point era un peso para mí. En

lugar de ignorar la tensión entre recibir un premio de la paz y ampliar una

campaña bélica, decidí convertirlo en el eje de mi discurso de aceptación.

Con la ayuda de Ben Rhodes y Samantha Power, redacté un primer

borrador, inspirado en los escritos de pensadores como Reinhold Niebuhr y

Gandhi para hilvanar mi argumento: que la guerra es terrible pero a veces

necesaria; que conciliar esas ideas aparentemente contradictorias exige que

la comunidad de naciones desarrolle unos criterios más elevados para la

justificación y ejecución de la guerra; que evitar el conflicto requiere una

paz justa, cimentada en un compromiso común con la libertad política, el

respeto por los derechos humanos y estrategias concretas para expandir las

oportunidades económicas en todo el mundo. Terminé de escribir el

discurso en plena noche a bordo del Air Force One mientras Michelle

dormía en nuestro camarote. Mis ojos cansados se apartaban de vez en

cuando de la página para contemplar la luna espectral sobre el Atlántico.

Como todo en Noruega, la ceremonia del Nobel, celebrada en un

luminoso auditorio con capacidad para unos pocos cientos de espectadores,

fue sensatamente austera: hubo una espléndida actuación de la joven

cantante de jazz Esperanza Spalding, una presentación del jefe del comité

del Nobel y luego mi discurso; todo había terminado en unos noventa

minutos. El discurso tuvo buena acogida, incluso entre algunos

comentaristas conservadores, que resaltaron mi voluntad de recordar al

público europeo los sacrificios realizados por los soldados estadounidenses

para asegurar décadas de paz. Aquella noche, el comité del Nobel organizó

una cena de etiqueta en mi honor y me senté junto al rey de Noruega, un

amable anciano que me habló de navegar por los fiordos de su país. Mi

hermana Maya, además de amigos como Marty y Anita, nos había

acompañado, y parecían todos muy sofisticados bebiendo champán y

comiendo ciervo asado. Luego bailaron al son de una orquesta de swing

sorprendentemente buena.

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