Una-tierra-prometida (1)
Para mí, que Gates aceptara un calendario fue especialmente importante.En el pasado, coincidió con el Estado Mayor Conjunto y Petraeus en elrechazo a esa idea y afirmaba que los calendarios indicaban al enemigo quepodía esperar a que nos fuéramos. Ahora estaba convencido de que Karzaital vez no tomaría nunca decisiones difíciles sobre las responsabilidades desu Gobierno a menos que supiera que enviaríamos las tropas a casa máspronto que tarde.Después de hablarlo con Joe, Rahm y el Consejo Nacional de Seguridad,decidí aceptar la propuesta de Gates. Tenía una lógica que iba más allá deencontrar un punto medio entre el plan de McChrystal y la opción que habíaelaborado Biden. A corto plazo, ofrecía a McChrystal la potencia de fuegoque necesitaba para contener la ofensiva talibana, proteger los centros depoblación y entrenar a las fuerzas afganas. Pero establecía unos límitesclaros a las operaciones contrainsurgencia y nos situaba en la senda de unplan antiterrorista más reducido a dos años vista. Continuaron las disputassobre lo inamovible que debía ser el límite de treinta mil efectivos (elPentágono tenía la costumbre de desplegar la cifra aprobada y volver luegopidiendo miles de «auxiliares», como personal médico, agentes deinteligencia y similares, que, según insistía, no debían computar en el total),y Gates tardó un tiempo en vender el plan en su organización. Aun así, unosdías después de Acción de Gracias convoqué una reunión vespertina en eldespacho Oval con Gates, Mullen y Petraeus, además de Rahm, Jim Jones yJoe, en la cual básicamente hice firmar a todos. Los asesores del ConsejoNacional de Seguridad habían preparado un informe detallado exponiendomi orden, y junto a Rahm y Joe me habían convencido de que hacer que losaltos mandos del Pentágono me miraran a los ojos y accedieran a unacuerdo era la única manera de evitar que cuestionaran públicamente midecisión si la guerra iba mal.Fue un gesto inusual y un tanto tosco que sin duda crispó tanto a Gatescomo a los generales y del que me arrepentí casi al instante. Era un finaladecuado, pensé, para una etapa caótica y difícil en mi Administración. Sinembargo, el hecho de que el análisis hubiera cumplido su objetivo meprocuraba cierta satisfacción. Gates reconoció que, sin elaborar un planperfecto, las horas de debate habían ofrecido uno mejor. Nos obligó aredefinir los objetivos estratégicos estadounidenses en Afganistán de unmodo que impedía una ampliación de la misión. Estableció la utilidad de loscalendarios para los despliegues de tropas en determinadas circunstancias,
algo que había sido discutido durante mucho tiempo por los dirigentes deSeguridad Nacional en Washington. Y, además de poner fin al libre albedríodel Pentágono mientras durara mi presidencia, ayudó a reafirmar elprincipio más amplio del control civil sobre la política de seguridadnacional en Estados Unidos.Aun así, la conclusión era que enviaría más gente joven a la guerra.Anunciamos el despliegue previsto el 1 de diciembre en West Point, laacademia militar más antigua y distinguida de Estados Unidos. Esta, unpuesto del Ejército Continental durante la guerra de Independencia situadoalgo más de una hora al norte de Nueva York, es un lugar hermoso, unaserie de estructuras de granito gris y negro dispuestas como una pequeñaciudad sobre unas colinas verdes con vistas al ancho y ondulante ríoHudson. Antes de mi discurso, visité al director de West Point y vi algunosde los edificios y terrenos que habían gestado a los líderes militares máscondecorados de Estados Unidos: Grant y Lee, Patton y Eisenhower,MacArthur y Bradley, Westmoreland y Schwarzkopf.Era imposible no sentirse honrado y conmovido por las tradiciones querepresentaban aquellos hombres, el servicio y el sacrificio que habíanayudado a forjar una nación, derrotar al fascismo y frenar el avance deltotalitarismo. Era igual de necesario recordar que Lee había liderado a unEjército Confederado que quería preservar la esclavitud y que Grant habíasupervisado la matanza de tribus indias, que MacArthur había desafiado lasórdenes de Truman en Corea con efectos desastrosos y que Westmorelandhabía sido uno de los artífices de una escalada en Vietnam que dejaríacicatrices en toda una generación. Gloria y tragedia, valor y estupidez: unaserie de verdades no negaba la otra. Porque la guerra, al igual que la historiade Estados Unidos, era contradicción.El gran auditorio situado cerca del centro del campus de West Pointestaba lleno cuando llegué y, aparte de personalidades como Gates, Hillaryy los jefes del Estado Mayor Conjunto, el público estaba compuesto casipor entero de cadetes. Llevaban uniforme, casaca gris con ribetes negros ycamisa blanca. El considerable número de negros, latinos,asiáticoestadounidenses y mujeres entre sus filas ofrecía un testimoniográfico de los cambios que se habían producido desde que, en 1805, segraduó la primera promoción en la escuela. Cuando subí al escenariomientras una banda interpretaba los acordes protocolarios, los cadetes selevantaron al unísono y aplaudieron. Y al mirar sus rostros, tan serios y
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Para mí, que Gates aceptara un calendario fue especialmente importante.
En el pasado, coincidió con el Estado Mayor Conjunto y Petraeus en el
rechazo a esa idea y afirmaba que los calendarios indicaban al enemigo que
podía esperar a que nos fuéramos. Ahora estaba convencido de que Karzai
tal vez no tomaría nunca decisiones difíciles sobre las responsabilidades de
su Gobierno a menos que supiera que enviaríamos las tropas a casa más
pronto que tarde.
Después de hablarlo con Joe, Rahm y el Consejo Nacional de Seguridad,
decidí aceptar la propuesta de Gates. Tenía una lógica que iba más allá de
encontrar un punto medio entre el plan de McChrystal y la opción que había
elaborado Biden. A corto plazo, ofrecía a McChrystal la potencia de fuego
que necesitaba para contener la ofensiva talibana, proteger los centros de
población y entrenar a las fuerzas afganas. Pero establecía unos límites
claros a las operaciones contrainsurgencia y nos situaba en la senda de un
plan antiterrorista más reducido a dos años vista. Continuaron las disputas
sobre lo inamovible que debía ser el límite de treinta mil efectivos (el
Pentágono tenía la costumbre de desplegar la cifra aprobada y volver luego
pidiendo miles de «auxiliares», como personal médico, agentes de
inteligencia y similares, que, según insistía, no debían computar en el total),
y Gates tardó un tiempo en vender el plan en su organización. Aun así, unos
días después de Acción de Gracias convoqué una reunión vespertina en el
despacho Oval con Gates, Mullen y Petraeus, además de Rahm, Jim Jones y
Joe, en la cual básicamente hice firmar a todos. Los asesores del Consejo
Nacional de Seguridad habían preparado un informe detallado exponiendo
mi orden, y junto a Rahm y Joe me habían convencido de que hacer que los
altos mandos del Pentágono me miraran a los ojos y accedieran a un
acuerdo era la única manera de evitar que cuestionaran públicamente mi
decisión si la guerra iba mal.
Fue un gesto inusual y un tanto tosco que sin duda crispó tanto a Gates
como a los generales y del que me arrepentí casi al instante. Era un final
adecuado, pensé, para una etapa caótica y difícil en mi Administración. Sin
embargo, el hecho de que el análisis hubiera cumplido su objetivo me
procuraba cierta satisfacción. Gates reconoció que, sin elaborar un plan
perfecto, las horas de debate habían ofrecido uno mejor. Nos obligó a
redefinir los objetivos estratégicos estadounidenses en Afganistán de un
modo que impedía una ampliación de la misión. Estableció la utilidad de los
calendarios para los despliegues de tropas en determinadas circunstancias,