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Una-tierra-prometida (1)

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A finales de octubre el fiscal general Eric Holder y yo volamos a

medianoche a la base Dover de la Fuerza Aérea en Delaware para

presenciar el regreso a suelo estadounidense de los restos de quince

soldados y tres agentes antidrogas que habían muerto en incidentes

sucesivos en Afganistán: un accidente de helicóptero y dos ataques con

bombas en la carretera en la provincia de Kandahar. La asistencia de un

presidente a esas «transferencias dignificadas», como se las conocía, era

infrecuente pero, más que nunca, me pareció importante estar presente.

Aunque desde la guerra del Golfo el Departamento de Defensa había

prohibido la cobertura mediática de la llegada de los ataúdes de militares,

revoqué, con la ayuda de Bob Gates, aquella política ese mismo año y dejé

la decisión en manos de cada familia. Me pareció que documentar

públicamente al menos algunas de aquellas transferencias brindaba a

nuestro país un medio más claro para calcular los costes de la guerra, el

dolor de cada pérdida. Y esa noche, al final de un mes devastador en

Afganistán y con el futuro de la guerra sometido a debate, una de las

familias había decidido que se registraba aquel momento.

Durante las cuatro o cinco horas que estuve en la base reinó un silencio

permanente: en la pequeña y sencilla capilla, donde Holder y yo nos

reunimos con las familias que se habían congregado; en la bodega de carga

del avión C-17 que contenía los dieciocho ataúdes envueltos con la bandera,

donde la solemne oración de un capellán del ejército resonaba contra las

paredes metálicas; en la pista de aterrizaje, donde me cuadré y observé a

seis portadores vestidos con uniformes del ejército, guantes blancos y

boinas negras llevando las pesadas cajas una a una hasta las hileras de

vehículos. El mundo estaba en silencio, salvo por el aullido del viento y la

cadencia de los pasos.

En el vuelo de regreso, a falta de unas horas para que amaneciera, las

únicas palabras que recordaba de toda la visita eran las de la madre de un

soldado: «No deje solos a los chicos que siguen allí». Parecía agotada, con

la cara consumida por la tristeza. Prometí que no lo haría, pero no sabía si

eso significaba enviar más soldados para terminar la misión por la que su

hijo había hecho el sacrificio definitivo o acabar con un conflicto

embrollado y largo que acortaría la vida de los hijos de otros. La decisión

estaba en mis manos.

Una semana después, nuestro ejército sufrió otro desastre, esta vez más

cerca de casa. El 5 de noviembre, un comandante y psiquiatra del ejército

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