Una-tierra-prometida (1)
de miras y no a la inversa, sopesar los costes y beneficios de una acciónmilitar con respecto a todo lo que contribuía a la fortaleza del país.Al igual que en cualquier discrepancia sobre estrategias o tácticas, esascuestiones fundamentales (el control civil de las decisiones políticas, losrespectivos papeles del presidente y sus asesores militares en nuestrosistema constitucional y las consideraciones que cada uno aplicaba a lasdecisiones acerca de la guerra) se convirtieron en el subtexto del debateafgano. Y era en esas cuestiones donde las diferencias entre Gates y yoresultaban más obvias. Como uno de los actores más avezados deWashington, Gates entendía mejor que nadie la presión que ejercían elCongreso, la opinión pública y las limitaciones presupuestarias. Sinembargo, para él se trataba de obstáculos a superar y no de factoreslegítimos que debieran condicionar nuestras decisiones. Durante todo eldebate en torno a Afganistán, Gates atribuía cualquier objeción queplantearan Rahm o Biden (sobre la dificultad para cosechar en el Congresolos votos necesarios para los treinta mil o cuarenta mil millones de dólaresadicionales que podía requerir el plan de McChrystal o el agotamiento quepodía sentir la nación después de casi una década de guerra) a meras«cuestiones políticas». A otras personas, aunque nunca directamente a mí, aveces les cuestionaba mi compromiso con la guerra y la estrategia que habíaadoptado en marzo, sin duda atribuyéndola también a la «política». Lecostaba ver que lo que él tachaba de políticas era como se suponía quefuncionaba la democracia, que nuestra misión no solo debía definirse por lanecesidad de derrotar a un enemigo, sino por la necesidad de cerciorarnosde que el país no se desangraba en el proceso; que los interrogantes sobre elgasto de miles de millones de dólares en misiones y bases operativasextranjeras en lugar de escuelas o atención sanitaria para niños no erantangenciales a la seguridad nacional, sino cruciales para ella; que el sentidodel deber que mostraba hacia las tropas ya desplegadas, su auténtico yadmirable deseo de que tuvieran todas las oportunidades para triunfar, podíaverse equiparado por la pasión y el patriotismo de quienes querían limitar elnúmero de jóvenes estadounidenses en situación de peligro.Tal vez pensar en esas cosas no era trabajo de Gates sino mío. Por lo tanto,desde mediados de septiembre hasta mediados de noviembre, presidí nuevereuniones de entre dos y tres horas en la sala de Crisis para evaluar el plan
de McChrystal. La extensa duración de las deliberaciones fue noticia enWashington, y aunque mi charla con Gates y Mullen había puesto fin a lasdeclaraciones oficiales por parte de los generales, en la prensa seguíanapareciendo de forma periódica filtraciones, declaraciones anónimas yespeculaciones. Hice todo lo posible por aislarme del ruido, a lo cual meayudó saber que muchos de mis detractores más vociferantes eran losmismos comentaristas y presuntos expertos que habían defendidoactivamente o se habían visto arrastrados por la urgencia por invadir Irak.De hecho, uno de los principales argumentos para adoptar el plan deMcChrystal eran sus similitudes con la estrategia contrainsurgente quehabía utilizado Petraeus durante la escalada estadounidense en Irak. Entérminos generales, el énfasis de Petraeus en el entrenamiento de las fuerzaslocales, la mejora del Gobierno local y la protección de las poblaciones, enlugar de conquistar territorio y acumular víctimas insurgentes, tenía sentido.Pero el Afganistán de 2009 no era el Irak de 2006. Ambos paísesrepresentaban circunstancias distintas que exigían soluciones diferentes. Encada sesión en la sala de Crisis quedaba más claro que la amplia visión de lacontrainsurgencia que imaginaba McChrystal para Afganistán no solo ibamás allá de lo necesario para destruir a Al Qaeda, sino también de lo queprobablemente era factible durante mi mandato, si es que era factible enabsoluto.John Brennan volvió a subrayar que, a diferencia de Al Qaeda en Irak,los talibanes estaban demasiado integrados en el tejido de la sociedadafgana como para erradicarlos y que, pese a sus simpatías hacia Al Qaeda,no daban señales de estar tramando atentados fuera de Afganistán contraEstados Unidos o sus aliados. Nuestro embajador en Kabul, el exgeneralKarl Eikenberry, dudaba de que el Gobierno de Karzai pudiera serreformado y temía que un gran despliegue de tropas y una mayor«americanización» de la guerra quitara toda la presión a Karzai paraempezar a comportarse como debía. El prolongado calendario deMcChrystal para instalar a las tropas y retirarlas no parecía tanto unaescalada al estilo de Irak como una ocupación a largo plazo, lo cual llevó aBiden a preguntar por qué, con Al Qaeda en Pakistán y casi totalmenteasediada por ataques con drones, debíamos destinar cien mil soldados areconstruir el país de al lado.Al menos delante de mí, McChrystal y los otros generales respondieroncon diligencia a esas inquietudes, en algunos casos de manera convincente,
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de McChrystal. La extensa duración de las deliberaciones fue noticia en
Washington, y aunque mi charla con Gates y Mullen había puesto fin a las
declaraciones oficiales por parte de los generales, en la prensa seguían
apareciendo de forma periódica filtraciones, declaraciones anónimas y
especulaciones. Hice todo lo posible por aislarme del ruido, a lo cual me
ayudó saber que muchos de mis detractores más vociferantes eran los
mismos comentaristas y presuntos expertos que habían defendido
activamente o se habían visto arrastrados por la urgencia por invadir Irak.
De hecho, uno de los principales argumentos para adoptar el plan de
McChrystal eran sus similitudes con la estrategia contrainsurgente que
había utilizado Petraeus durante la escalada estadounidense en Irak. En
términos generales, el énfasis de Petraeus en el entrenamiento de las fuerzas
locales, la mejora del Gobierno local y la protección de las poblaciones, en
lugar de conquistar territorio y acumular víctimas insurgentes, tenía sentido.
Pero el Afganistán de 2009 no era el Irak de 2006. Ambos países
representaban circunstancias distintas que exigían soluciones diferentes. En
cada sesión en la sala de Crisis quedaba más claro que la amplia visión de la
contrainsurgencia que imaginaba McChrystal para Afganistán no solo iba
más allá de lo necesario para destruir a Al Qaeda, sino también de lo que
probablemente era factible durante mi mandato, si es que era factible en
absoluto.
John Brennan volvió a subrayar que, a diferencia de Al Qaeda en Irak,
los talibanes estaban demasiado integrados en el tejido de la sociedad
afgana como para erradicarlos y que, pese a sus simpatías hacia Al Qaeda,
no daban señales de estar tramando atentados fuera de Afganistán contra
Estados Unidos o sus aliados. Nuestro embajador en Kabul, el exgeneral
Karl Eikenberry, dudaba de que el Gobierno de Karzai pudiera ser
reformado y temía que un gran despliegue de tropas y una mayor
«americanización» de la guerra quitara toda la presión a Karzai para
empezar a comportarse como debía. El prolongado calendario de
McChrystal para instalar a las tropas y retirarlas no parecía tanto una
escalada al estilo de Irak como una ocupación a largo plazo, lo cual llevó a
Biden a preguntar por qué, con Al Qaeda en Pakistán y casi totalmente
asediada por ataques con drones, debíamos destinar cien mil soldados a
reconstruir el país de al lado.
Al menos delante de mí, McChrystal y los otros generales respondieron
con diligencia a esas inquietudes, en algunos casos de manera convincente,