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Una-tierra-prometida (1)

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Petraeus respaldaban la estrategia contrainsurgente de McChrystal en su

totalidad; menos que eso, sería un fracaso, argumentaban, y demostraría a

amigos y enemigos una peligrosa falta de determinación por parte de

Estados Unidos. Hillary y Panetta no tardaron en seguir su ejemplo. Gates,

quien previamente había expresado sus dudas sobre la idoneidad de

aumentar nuestro peso militar en un país famoso por su resistencia a las

ocupaciones extranjeras, era más circunspecto, pero me dijo que

McChrystal lo había convencido de que un contingente estadounidense más

reducido no funcionaría y de que, si nos coordinábamos bien con las fuerzas

de seguridad afganas para proteger a las poblaciones locales y

entrenábamos mejor a nuestros soldados en el respeto a la cultura afgana,

podríamos evitar los problemas que habían sufrido los soviéticos en los

años ochenta. Mientras tanto, Joe y un número considerable de asesores del

Consejo Nacional de Seguridad veían la propuesta de McChrystal como el

último intento de un ejército descontrolado por hundir más al país en un

ejercicio fútil y sumamente caro de reconstrucción de una nación cuando

podíamos y debíamos concentrarnos en las campañas antiterroristas contra

Al Qaeda.

Después de leer el informe de sesenta y seis páginas redactado por

McChrystal, compartía el escepticismo de Joe. Hasta donde yo veía, no

existía una estrategia de salida clara; según su plan, tardaríamos cinco o seis

años en reducir el número de tropas estadounidenses a las cifras del

momento actual. Los costes eran asombrosos: al menos mil millones de

dólares por cada mil efectivos adicionales. Nuestros hombres y mujeres

uniformados, algunos en su cuarto o quinto despliegue tras casi una década

de guerra, pagarían un precio aún mayor. Y teniendo en cuenta la

resistencia de los talibanes y la disfunción del Gobierno de Karzai, no había

garantía de éxito. En su respaldo por escrito al plan, Gates y los generales

reconocían que el poder militar estadounidense no podría estabilizar

Afganistán «mientras la corrupción generalizada y la explotación del

pueblo» siguieran «caracterizando el sistema de gobierno» del país. Yo no

veía posibilidades de que se cumpliera esa condición a corto plazo.

No obstante, algunas verdades incontestables me impedían rechazar el

plan de McChrystal sin más. El statu quo era insostenible. No podíamos

permitir que los talibanes volvieran al poder y necesitábamos más tiempo

para entrenar a unas fuerzas de seguridad afganas más capacitadas y

erradicar a Al Qaeda y sus líderes. Aunque confiaba en mi criterio, no podía

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