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Una-tierra-prometida (1)

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de costado. Si la firma no era como yo quería, pedía que reimprimieran la

carta, aunque sabía de sobra que nada de lo que hiciera sería suficiente.

Yo no era el único que enviaba aquellas cartas. Bob Gates también

mantenía correspondencia con las familias de los muertos en Irak y

Afganistán, aunque rara vez hablábamos de ello.

Gates y yo habíamos desarrollado una sólida relación laboral. Nos

reuníamos con periodicidad en el despacho Oval, y me parecía una persona

práctica, equilibrada y sorprendentemente franca, con serenidad para

defender sus argumentos y de vez en cuando cambiar de parecer. Su

habilidosa gestión del Pentágono me ayudaba a pasar por alto las veces que

también intentaba gestionarme a mí, y Gates no tenía miedo de enfrentarse

a las vacas sagradas del Departamento de Defensa, incluso cuando se

trataba de controlar el presupuesto. Podía ser quisquilloso, especialmente

con mis asesores más jóvenes de la Casa Blanca, y debido a las diferencias

de edad, educación, experiencia y orientación política, no manteníamos una

amistad como tal. Sin embargo, reconocíamos en el otro una ética laboral y

un sentido del deber comunes, no solo hacia la nación que nos había

confiado su seguridad, sino hacia los soldados cuyo valor presenciábamos

cada día y hacia las familias que habían dejado atrás.

Ayudaba que, en la mayoría de las cuestiones de seguridad nacional,

nuestros criterios se alineaban. Por ejemplo, a principios del verano de

2009, Gates y yo compartíamos un optimismo prudente sobre la evolución

en Irak. Las circunstancias no eran exactamente prometedoras. La economía

iraquí era un caos (la guerra había destruido gran parte de las

infraestructuras básicas del país y la caída de los precios internacionales del

petróleo había debilitado el presupuesto nacional); además, debido al

bloqueo parlamentario, el Gobierno de Irak tenía dificultades para llevar a

cabo las tareas más básicas. Durante mi breve visita al país en abril, había

ofrecido al primer ministro Maliki algunos consejos sobre cómo adoptar

reformas administrativas necesarias y crear lazos eficaces con las facciones

suníes y kurdas de Irak. Se había mostrado educado, pero a la defensiva; al

parecer, no había estudiado el El federalista n. o 10 de Madison. Para él, los

chiíes eran mayoría en Irak y su coalición era la que había cosechado más

votos. Los suníes y los kurdos estaban obstaculizando los progresos con

exigencias poco razonables, y cualquier idea de satisfacer los intereses o

proteger los derechos de las poblaciones minoritarias de Irak era una

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