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Una-tierra-prometida (1)

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Igual que el saludo militar pasó a formar parte de mí, repetido cada vez que

subía al Marine One o al Air Force One, o cada vez que interactuaba con

nuestras tropas, poco a poco gané en confianza —y eficiencia— en mi rol

de comandante en jefe. El Informe Diario del Presidente se volvió más

conciso a medida que mi equipo y yo nos familiarizábamos con un elenco

recurrente de personajes, escenarios, conflictos y amenazas de política

exterior. Algunos vínculos que en su día me resultaban opacos ahora eran

obvios. Sabía de memoria en qué zonas de Afganistán se encontraban

determinadas tropas aliadas y lo fiables que eran en combate, qué ministros

iraquíes eran nacionalistas ardientes y cuáles eran títeres de los iraníes.

Había demasiado en juego y los problemas eran demasiado enrevesados

para que aquello llegara a parecer rutinario. Con el tiempo llegué a

experimentar mis responsabilidades igual que, en mi mente, se siente un

experto en desactivación de explosivos que está a punto de cortar un cable o

un equilibrista cuando sale de la plataforma. Había aprendido a despojarme

del exceso de miedo para poder concentrarme, a la vez que intentaba no

relajarme tanto como para cometer errores por descuido.

Había una tarea en la que nunca, ni siquiera remotamente, me permitía

sentirme cómodo. Más o menos cada semana, mi asistente, Katie Johnson,

dejaba encima de mi mesa una carpeta que contenía cartas de condolencia a

las familias de los soldados caídos para que yo las firmara. Cerraba la

puerta del despacho, abría la carpeta y me detenía en cada carta, leía el

nombre en voz alta como si fuera un hechizo e intentaba evocar una imagen

del joven (las bajas entre mujeres eran infrecuentes) y cómo había sido su

vida: dónde se había criado e ido a la escuela, qué fiestas de cumpleaños y

baños veraniegos habían marcado su infancia, el equipo en el que había

jugado o los amores a los que había añorado. Pensaba en sus padres y su

mujer e hijos, si los tenía. Firmaba cada carta lentamente, procurando no

manchar de tinta el grueso papel beis, ya que soy zurdo y agarro la pluma

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