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Una-tierra-prometida (1)

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electores. Las personas con las que debía interactuar y a las que tenía que

persuadir no vivían en mi distrito.

Al final de mi segundo periodo de sesiones, podía sentir que la atmósfera

de la capital —la futilidad de estar en minoría, el cinismo que tantos de mis

colegas consideraban algo de lo que enorgullecerse— empezaba a pesarme.

Y saltaba a la vista. Un día, cuando estaba en el vestíbulo después de que se

hubiese ido al garete una proposición de ley que había presentado, se me

acercó un cabildero bienintencionado y me pasó el brazo por la espalda.

«Tienes que dejar de darte cabezazos contra la pared, Barack —me dijo

—. La clave para sobrevivir en este lugar consiste en entender que es un

negocio. Como la venta de coches. O la tintorería de la esquina. Si

empiezas a pensar que es algo más que eso, acabarás desquiciado.»

Algunos politólogos argumentarán que todo lo que he dicho sobre

Springfield describe exactamente la manera en que el pluralismo debe

funcionar: que el tira y afloja entre grupos de interés quizá no sea

edificante, pero permite que la democracia vaya tirando. Y quizá me

hubiese costado menos aceptar entonces ese argumento de no ser por la vida

que me estaba perdiendo en casa.

Los primeros dos años de legislatura fueron llevaderos: Michelle estaba

ocupada con su trabajo y, aunque mantuvo su promesa de no ir a la capital

del estado salvo para verme jurar el cargo, seguimos teniendo agradables

conversaciones telefónicas en las noches que yo estaba fuera. Entonces, un

día del otoño de 1997, me llamó a la oficina con voz temblorosa.

—Ha pasado.

—¿El qué?

—Vas a ser papá.

Iba a ser papá. ¡Qué felices fueron los meses siguientes! No me ahorré ni

uno solo de los clichés del futuro padre: ir a clases de preparación del parto,

intentar averiguar cómo se monta una cuna, leer el libro Qué se puede

esperar cuando se está esperando lápiz en mano para subrayar los pasajes

clave. Alrededor de las seis de la mañana del Cuatro de Julio, Michelle me

dio un golpecito y me dijo que había llegado el momento de ir al hospital.

Me levanté dando tumbos, agarré la bolsa que tenía preparada junto a la

puerta y apenas siete horas más tarde me presentaron a Malia Ann Obama,

cuatro kilos y medio de perfección.

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