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Una-tierra-prometida (1)

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acuerdo de una mayoría simple de senadores en lugar de los sesenta

habituales. Eso nos permitiría introducir un número limitado de mejoras en

el proyecto de ley del Senado por medio de una legislación aparte. Aun así,

era innegable que estaríamos pidiendo a los demócratas de la Cámara que

se tragaran una versión de la reforma sanitaria que ya habían rechazado de

plano, una que no incluía la opción pública, un impuesto Cadillac al que se

oponían los sindicatos y un engorroso batiburrillo de cincuenta bolsas

centrales estatales en lugar de un único mercado nacional a través del cual

la gente podría contratar su seguro.

«¿Aún se siente afortunado?», me preguntó Phil con una sonrisa.

No, la verdad.

Pero confiaba en la presidenta de la Cámara.

El año anterior no había hecho sino reforzar mi aprecio por las

habilidades políticas de Nancy Pelosi. Era dura, pragmática y una maestra

dirigiendo a los miembros de su polémico caucus, a menudo defendiendo

en público las posturas políticamente insostenibles de sus compañeros

demócratas de la Cámara a la vez que los apaciguaba entre bastidores por

las inevitables concesiones necesarias para sacar las cosas adelante.

Llamé a Nancy al día siguiente y le expliqué que, como último recurso,

mi equipo había redactado una propuesta sanitaria drásticamente reducida,

pero que quería seguir adelante y aprobar el proyecto de ley del Senado en

la Cámara y necesitaba su apoyo para hacerlo. Durante quince minutos,

Nancy me sometió a uno de sus característicos monólogos interiores sobre

las imperfecciones del proyecto de ley del Senado, los motivos por los que

los miembros de su caucus estaban tan enfadados y por qué los demócratas

del Senado eran cobardes, cortos de miras y, en general, incompetentes.

—¿Eso significa que está conmigo? —dije cuando por fin hizo una pausa

para recobrar el aliento.

—Eso no hace falta ni preguntarlo, señor presidente —dijo Nancy con

impaciencia—. Hemos llegado demasiado lejos como para tirar la toalla

ahora. —Pensó unos instantes y luego, como si estuviera probando un

argumento que utilizaría más tarde en su caucus, añadió—: Si dejamos

pasar esto, sería como recompensar a los republicanos por actuar tan

terriblemente, ¿no le parece? No vamos a darles esa satisfacción.

Cuando colgué el teléfono, miré a Phil y Nancy-Ann, que habían estado

bordeando el escritorio para oír mis aportaciones a la conversación

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