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Una-tierra-prometida (1)

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—Tenemos problemas en Massachusetts —respondió Axe, negando con

la cabeza.

—¿Es grave?

—Sí —dijeron Axe y Messina al unísono.

Me explicaron que nuestra candidata al Senado, Martha Coakley, se había

confiado y había pasado el tiempo codeándose con cargos electos, donantes

y peces gordos de los sindicatos en lugar de hablar con los votantes. Por si

fuera poco, había cogido vacaciones solo tres semanas antes de las

elecciones, un gesto que la prensa criticó rotundamente. Entretanto, la

campaña del republicano Scott Brown había despegado. Con su apariencia

de normalidad y su atractivo, por no hablar de la camioneta pickup en la

que se desplazaba a cada rincón del estado, Brown había logrado explotar

los temores y frustraciones de los votantes de clase trabajadora que se

habían visto vapuleados por la recesión, y puesto que vivían en un estado

que ya ofrecía un seguro de salud a todos sus habitantes, consideraban mi

obsesión con aprobar una ley sanitaria federal una gran pérdida de tiempo.

Por lo visto, ni los resultados cada vez más ajustados en las encuestas ni

las llamadas de inquietud de mi equipo y de Harry habían sacado a Coakley

de su estupor. El día anterior, cuando un periodista le preguntó por su

relajado calendario de campaña, dijo, restándole importancia: «¿En lugar de

plantarme en Fenway Park con este frío para saludar a la gente?». Era una

referencia sarcástica al acto de campaña de Scott Brown el día de Año

Nuevo en el campo de béisbol de Boston, donde el equipo de hockey de la

ciudad, los Boston Bruins, iba a disputar el Clásico de Invierno anual de la

Liga Nacional de Hockey contra los Philadelphia Flyers. En una ciudad que

adoraba a sus equipos deportivos, era difícil pronunciar una frase con más

posibilidades de generar rechazo en grandes sectores del electorado.

—No ha dicho eso —respondí perplejo.

Messina señaló el ordenador con la cabeza.

—Está ahí, en la página del Globe .

—¡Nooo! —exclamé, agarrando a Axe de las solapas y sacudiéndolo con

teatralidad. Luego di varios pisotones, como un niño en plena pataleta—.

¡No, no, no! —Hundí los hombros al pensar en las consecuencias—.

Perderá, ¿verdad? —dije finalmente.

No hizo falta que Axe y Messina contestaran. El fin de semana antes de

las elecciones, intenté salvar la situación viajando a Boston para asistir a un

mitin con Coakley, pero era demasiado tarde. Brown ganó holgadamente.

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