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Una-tierra-prometida (1)

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demócrata al Senado, la fiscal general Martha Coakley, le llevaba una

ventaja constante de dos dígitos a su oponente republicano, un senador

estatal no muy conocido llamado Scott Brown.

Dado que la carrera parecía bajo control, mi equipo y yo pasamos las dos

primeras semanas de enero ocupados en el desafío de negociar un proyecto

de ley de atención sanitaria aceptable para los demócratas de la Cámara de

Representantes y el Senado. No fue agradable. El desdén entre las dos

cámaras del Congreso es una vieja tradición en Washington que trasciende

incluso al partido. Por lo general, los senadores consideran a los miembros

de la Cámara de Representantes impulsivos, provincianos y desinformados,

mientras que estos suelen ver a los primeros como charlatanes, pomposos e

ineficientes. A principios de 2010, ese desdén había degenerado en

hostilidad manifiesta. Los demócratas de la Cámara (cansados de ver cómo

se despilfarraba su amplia mayoría y cómo su agenda, agresivamente

liberal, se veía obstaculizada por un caucus demócrata cautivo de los

miembros más conservadores del Senado) insistían en que el proyecto de

ley de sanidad del Senado no tenía opciones en la Cámara. Los demócratas

del Senado, hartos de lo que consideraban ostentaciones de la Cámara a

costa suya, no eran menos recalcitrantes. Los esfuerzos de Rahm y Nancy

por negociar un acuerdo parecían no ir a ninguna parte, estallaban

discusiones por las cláusulas más rebuscadas y los miembros se maldecían

unos a otros y amenazaban con irse.

Al cabo de una semana me harté. Convoqué a Pelosi, Reid y

negociadores de ambos bandos en la Casa Blanca, y a mediados de enero

nos sentamos tres días seguidos a una mesa de la sala del Gabinete, donde

repasamos metódicamente cada disputa y determinamos algunos aspectos

en los que los miembros de la Cámara debían tener en cuenta las

limitaciones del Senado y otros en los que el Senado debía ceder. Además,

les recordé a todos que el fracaso no era una opción y que, si era necesario,

haríamos aquello cada noche durante un mes para llegar a un acuerdo.

Aunque los progresos eran lentos, era bastante optimista respecto a

nuestras posibilidades. Esto es, hasta la tarde que visité el pequeño

despacho de Axelrod y lo encontré a él y a Messina pegados a una pantalla

de ordenador como dos médicos examinando las radiografías de un paciente

terminal.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

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