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Una-tierra-prometida (1)

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competir con un plan de cobertura gubernamental que funcionaría sin las

presiones de obtener beneficios. Por supuesto, para los defensores de la

opción pública se trataba justamente de eso: poniendo de manifiesto la

rentabilidad del seguro gubernamental y el desmesurado derroche y la

inmoralidad del mercado de seguros privados, esperaban que la opción

pública allanara el terreno hacia un sistema con un único actor.

Era una idea inteligente con apoyos suficientes para que Nancy Pelosi la

incluyera en el proyecto de ley de la Cámara. Pero, en el Senado, ni nos

acercábamos a los sesenta votos necesarios para una opción pública. El

proyecto de ley del Comité del Senado sobre Salud y Educación contenía

una versión diluida que exigía que cualquier aseguradora gestionada por el

Gobierno cobrara las mismas primas que las privadas, pero eso por

supuesto habría ido en contra del propósito original de ofrecer una opción

pública. Mi equipo y yo pensábamos que un posible compromiso podía

conllevar la oferta de una opción pública solo en las zonas del país en las

que no hubiera suficientes compañías de seguros para ofrecer una

competencia real, y una entidad pública podía ayudar a bajar los precios de

las primas en general. Pero incluso eso era demasiado para los miembros

más conservadores del caucus demócrata, incluido Joe Lieberman, de

Connecticut, que poco antes del día de Acción de Gracias anunció que de

ningún modo votaría a favor de un paquete que contuviera una opción

pública.

Cuando trascendió que esta última había sido eliminada del proyecto de

ley del Senado, los activistas de izquierdas montaron en cólera. Howard

Dean, exgobernador de Vermont y en su día candidato presidencial, declaró

que era «el desmoronamiento de la reforma sanitaria en el Senado de

Estados Unidos». Se mostraron especialmente indignados porque al parecer

Harry y yo estábamos satisfaciendo los caprichos de Joe Lieberman, un

objeto del desprecio liberal que había salido derrotado en las primarias

demócratas de 2006 por su apoyo siempre militarista a la guerra en Irak y

que luego se había visto obligado a presentarse a la reelección como

candidato independiente. No era la primera vez que elegía el pragmatismo

en lugar del rencor en mi trato con Lieberman: aunque él había apoyado a

su compañero John McCain en la última campaña presidencial, Harry y yo

habíamos acallado los llamamientos a relevarlo de varias tareas en el

comité, ya que no creíamos poder permitirnos que abandonara el caucus y

que eso nos costara un voto fiable. Y teníamos razón: Lieberman siempre

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