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Una-tierra-prometida (1)

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inteligentemente como «la compra de Luisiana» y «el soborno de los

Cornhuskers».

Harry estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario. A veces

demasiado. Se le daba bien mantener contacto con mi equipo y brindaba a

Phil o Nancy-Ann la posibilidad de atajar cambios legislativos que podían

afectar negativamente a los elementos fundamentales de nuestras reformas,

pero a veces se ponía terco con un acuerdo determinado y tenía que

intervenir yo con una llamada. Solía ceder al oír mis objeciones, pero no sin

protestar y preguntar cómo iba a sacar adelante el proyecto de ley si hacía

las cosas a mi manera.

«Señor presidente, usted sabe mucho más que yo sobre políticas de

atención sanitaria —dijo en una ocasión—, pero yo conozco el Senado, ¿de

acuerdo?»

En comparación con tácticas indignantes como el uso de fondos estatales

para conseguir votos, el intercambio de favores y el clientelismo, que

habían utilizado tradicionalmente los líderes del Senado para que se

aprobaran grandes proyectos controvertidos como la Ley de Derechos

Civiles, la Ley de Reforma Fiscal en 1986 por Ronald Reagan o un paquete

como el New Deal, los métodos de Harry eran bastante benignos. Pero esos

proyectos de ley habían prosperado en una época anterior a la llegada de los

noticiarios veinticuatro horas, en la que buena parte del regateo que se

producía en Washington no figuraba en los documentos. Para nosotros, los

escollos en el Senado fueron una pesadilla en materia de relaciones

públicas. Cada vez que se alteraba el proyecto de ley de Harry para

apaciguar a otro senador, los periodistas creaban un nuevo aluvión de

noticias sobre «acuerdos entre bastidores». El empujón que quizá generase

en la opinión pública mi discurso ante la Cámara y el Senado sobre la

iniciativa de reforma no tardó en desvanecerse, y las cosas empeoraron

notablemente cuando, con mi bendición, Harry decidió suprimir del

proyecto de ley algo denominado «opción pública».

Desde el inicio del debate sobre la atención sanitaria, los analistas

políticos de la izquierda nos habían presionado para que modificáramos el

modelo de Massachusetts y ofreciéramos a los consumidores la posibilidad

de contratar una cobertura en la «bolsa central» online, no solo a Aetna y

Blue Cross Blue Shield, sino a una compañía de nueva creación y

gestionada por el Gobierno. Como cabría esperar, las compañías de seguros

se oponían a la idea de una opción pública, argumentando que no podrían

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