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Una-tierra-prometida (1)

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cierto consuelo, confiando en que aquello por lo que había trabajado tantos

años finalmente iba a materializarse bajo mi supervisión.

De modo que aquella noche terminé mi discurso citando la carta de

Teddy, con la esperanza de que sus palabras estimularan a la nación tal

como me habían estimulado a mí. «Lo que afrontamos —había escrito— es

sobre todo una cuestión moral; no solo están en juego los detalles de

determinadas políticas, sino los principios fundamentales de la justicia

social y el carácter de nuestro país.»

Según los sondeos, mi discurso ante el Congreso sirvió para reforzar el

apoyo de la opinión pública al proyecto de ley de atención sanitaria, al

menos temporalmente. Y lo que resultaba aún más importante para nuestros

propósitos: pareció infundir aliento a los vacilantes demócratas del

Congreso. Sin embargo, no hizo cambiar de opinión ni a un solo

parlamentario republicano. Esto resultó evidente antes de que hubieran

transcurrido siquiera treinta minutos desde que iniciara el discurso, cuando

desmentía la falsa afirmación de que el proyecto de ley serviría para

proporcionar un seguro médico a los inmigrantes sin papeles: un

congresista republicano relativamente desconocido de Carolina del Sur

llamado Joe Wilson —que llevaba cinco periodos consecutivos en el cargo

— se inclinó hacia delante en su escaño, señaló hacia mí, y gritó con el

rostro enrojecido de furia: «¡Miente!».

Por un breve instante, el hemiciclo se sumió en un perplejo silencio. Me

volví para identificar a mi interlocutor (al igual que hicieron la presidenta

Pelosi y Joe Biden; Nancy horrorizada y Joe meneando la cabeza). Me sentí

tentado de abandonar el estrado, recorrer el pasillo y golpear al tipo en la

cabeza. Pero en lugar de ello me limité a responder diciendo: «No es

verdad»; y luego continué mi discurso mientras los demócratas lanzaban

abucheos volviéndose hacia Wilson.

Nadie recordaba algo así en un discurso ante una sesión conjunta, o al

menos no en época moderna. No tardaron en llover las críticas de

congresistas de ambos partidos, y a la mañana siguiente Wilson se disculpó

públicamente por aquella violación del decoro, llamó a Rahm y le pidió que

me transmitiera también personalmente sus excusas. Le quité importancia al

asunto, le comenté a un periodista que apreciaba la disculpa y que yo era de

los que creían que todos cometemos errores.

Sin embargo, no pude dejar de advertir que, según se informaba en las

noticias, las contribuciones en línea a la campaña de reelección de Wilson

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