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Una-tierra-prometida (1)

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decía que no podía hacerlo; aunque se alejase maldiciéndome mientras

buscaba otra persona a la que tratar de convencer.

«Barack es distinto —le dijo en una ocasión a un ayudante—. Llegará

lejos.»

Pero ni toda mi diligencia ni la buena voluntad de Emil podían alterar un

hecho palmario: pertenecíamos al partido minoritario. Los miembros

republicanos del Senado de Illinois habían adoptado la misma estrategia de

tierra quemada que Newt Gingrich estaba empleando por aquel entonces

para neutralizar a los demócratas en el Congreso. El Partido Republicano

ejercía un control absoluto sobre qué proyectos de ley salían de las

comisiones y qué enmiendas se discutían. En Springfield se usaba una

expresión para distinguir a los miembros más inexpertos del partido

minoritario: «champiñones», porque «solo comen mierda y siempre están a

oscuras».

Ocasionalmente, pude influir en la elaboración de leyes importantes.

Contribuí a asegurar que la versión para Illinois del proyecto de ley

nacional de reforma del Estado del bienestar firmado por Bill Clinton

proporcionaba apoyo suficiente a quienes entraban en el mercado de

trabajo. Tras uno de los recurrentes escándalos en Springfield, Emil me

encomendó que representase al caucus [1] en un comité para poner al día la

normativa sobre ética. Nadie quería ese trabajo, que se veía como una causa

perdida, pero gracias a la buena relación con mi homólogo republicano,

Kirk Dillard, aprobamos una ley que puso freno a algunas de las prácticas

más vergonzosas. A raíz de esto, hubo senadores que estuvieron semanas

sin dirigirnos la palabra.

Más típica fue esa vez, hacia el final del primer periodo de sesiones,

cuando me levanté de mi escaño para oponerme a una escandalosa rebaja de

impuestos a cierta industria favorecida cuando el estado estaba recortando

servicios para los pobres. Había apuntado todo lo que quería decir y me

había preparado a conciencia, como si fuese un abogado que comparecía en

juicio; expliqué por qué una rebaja de impuestos injustificada violaba los

conservadores principios del mercado en el que los republicanos afirmaban

creer. Cuando me senté, el presidente del Senado, Pate Philip, un fornido

exmarine de pelo canoso tristemente célebre por insultar a las mujeres y a

las personas de color con llamativa frecuencia, se acercó hasta mi sitio.

—Ha sido un discurso cojonudo —dijo mientras mascaba un puro

apagado—. Varias buenas ideas.

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