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Una-tierra-prometida (1)

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iniciativa, avivando el temor de la ciudadanía de que la reforma resultara

demasiado costosa, generara demasiados problemas o ayudara solo a los

pobres. Un informe preliminar de la Oficina de Presupuesto del Congreso

—un organismo independiente y dotado de personal de perfil

eminentemente técnico, encargado de cuantificar el coste de todas las leyes

federales— calculaba el precio de la versión inicial del proyecto de ley de

atención sanitaria expedido por la Cámara en la exorbitante cifra de un

billón de dólares. Aunque a la larga los cálculos de la Oficina de

Presupuesto se reducirían a medida que se fuera revisando y clarificando el

proyecto, los titulares que anunciaron la cifra proporcionaron a sus

detractores un práctico bastón con el que golpearnos en la cabeza. Los

demócratas de los distritos vacilantes estaban asustados, convencidos de

que impulsar el proyecto de ley era una misión suicida. Los republicanos

abandonaron toda pretensión de querer negociar, al mismo tiempo que los

congresistas se dedicaban a repetir regularmente la afirmación del Tea Party

de que lo que yo pretendía en realidad era «sacrificar a la abuela».

La única ventaja de todo eso fue que me ayudó a curar a Max Baucus de

su obsesión por tratar de apaciguar a Chuck Grassley. En una última

reunión en el despacho Oval con los dos a principios de septiembre,

escuché pacientemente mientras Grassley esgrimía cinco nuevas razones

por las que la última versión del proyecto de ley todavía le planteaba

problemas.

—Déjame que te haga una pregunta, Chuck —le dije finalmente—. Si

Max aceptara todas y cada una de tus últimas sugerencias, ¿apoyarías el

proyecto de ley?

—Bueno...

—¿Hay algún cambio, el que sea , que nos permitiría contar con vuestro

voto?

Se produjo un incómodo silencio antes de que Grassley alzara la cabeza y

nuestras miradas se encontraran.

—Supongo que no, señor presidente.

Supongo que no.

En la Casa Blanca, el ambiente se ensombreció con rapidez. Algunos de

los miembros de mi equipo empezaron a preguntarse si había llegado el

momento de echar el freno. Rahm se mostró especialmente adusto. Dado

que ya había pasado por algo parecido con Bill Clinton, sabía muy bien lo

que podría implicar el hecho de que yo bajara en las encuestas para las

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