Una-tierra-prometida (1)
conducido cientos de kilómetros —algunos incluso durmiendo en suscoches durante la noche, dejando el motor en marcha para mantenersecalientes— para unirse a otros centenares de personas que hacían cola desdeantes del amanecer para que alguno de los médicos voluntarios pudieraextraerles una muela infectada, diagnosticar un dolor abdominal debilitanteo examinar un bulto en la mama. Era tal la demanda que en ocasiones lospacientes que llegaban después de salir el sol no encontraban tanda.Aquella historia me resultó a la vez desgarradora e irritante: ponía en telade juicio a una nación que, pese a ser rica, fallaba a muchos de susciudadanos. Y sin embargo, sabía que casi todas aquellas personas queaguardaban para que un médico las visitara gratis provenían de un distritoabrumadoramente republicano, el tipo de circunscripción donde seguro queera más fuerte la oposición a nuestro proyecto de ley de atención sanitaria,junto con el apoyo al Tea Party. Hubo un tiempo —cuando recorrí el sur deIllinois como senador estatal, o más tarde, cuando estuve viajando por laszonas rurales de Iowa durante los primeros días de la campaña presidencial— en que pude entrar en contacto con esos votantes. Por entonces todavíano era lo bastante conocido para ser el blanco de caricaturas, lo quesignificaba que, cualesquiera que fuesen las ideas preconcebidas que lagente pudiera formarse sobre un tipo negro de Chicago con un nombreextranjero, estas podían disiparse con una simple conversación, con unpequeño gesto de amabilidad. Después de sentarme con algunas personas enun restaurante o escuchar sus quejas en una feria local, puede que noobtuviera su voto o siquiera nos pusiéramos de acuerdo sobre la mayoría delos asuntos; pero al menos establecíamos una conexión, y salíamos deaquellos encuentros sabiendo que teníamos esperanzas, dificultades yvalores comunes.Me pregunté si todavía era posible algo de eso ahora que vivía encerradoy protegido por puertas y guardias, y con la imagen que proyectaba ante laopinión pública filtrada a través de Fox News y otros medios decomunicación cuyo modelo de negocio dependía por completo de provocarla ira y el miedo en la audiencia. Yo quería creer que la capacidad deconectar con la gente todavía era una opción. Mi esposa no estaba tansegura de ello. Una noche, hacia el final de nuestro recorrido en coche conlas niñas, y después de acostarlas, Michelle vio unas imágenes de un mitindel Tea Party en la televisión, con su frenético agitar de banderas y susconsignas incendiarias. De inmediato cogió el mando a distancia y apagó el
televisor. Su expresión se hallaba a medio camino entre la ira y laresignación.—¡Qué fuerte!, ¿no? —me dijo.—¿El qué?—Que te tienen miedo. Nos tienen miedo.Meneó la cabeza y se fue a dormir.Ted Kennedy murió el 25 de agosto. La mañana de su funeral, el cielo sobreBoston se oscureció, y para cuando aterrizó nuestro vuelo las calles estabanenvueltas en un denso manto de lluvia. La escena del interior de la iglesia secorrespondía perfectamente con la magnitud de la vida de Teddy: bancosrepletos de expresidentes y jefes de Estado, senadores y miembros delCongreso, cientos de funcionarios antiguos y actuales, la guardia de honor yel ataúd cubierto con la bandera. Pero lo más destacado de la jornada fueronlas historias que contó su familia, sobre todo sus hijos. Patrick Kennedyrecordó que su padre cuidaba de él cuando de pequeño sufría paralizantesataques de asma, presionando una toalla fría sobre su frente hasta que sequedaba dormido. Describió también cómo su padre lo llevaba a navegarincluso en aguas tempestuosas. Teddy Jr. explicó que, después de perderuna pierna a causa del cáncer cuando era niño, su padre había insistido enque fueran a montar en trineo, ascendiendo penosamente con él por unacolina cubierta de nieve, ayudándolo a levantarse cuando se caía yenjugándole las lágrimas cuando estaba a punto de tirar la toalla, hasta queal final los dos llegaron a la cima y se deslizaron a toda velocidad por losnevados terraplenes. Aquello —añadió— le sirvió para darse cuenta de quesu mundo no se había venido abajo. En conjunto, aquellas historiasconfiguraban el retrato de un hombre movido por grandes deseos yambiciones, pero también afligido por grandes vacilaciones y pérdidas. Unhombre que procuraba enmendar las cosas.«Mi padre creía en la redención —explicó Teddy Jr.—. Y nunca serendía, nunca dejaba de intentar corregir los errores, fueran el resultado desus defectos o de los nuestros.»Me llevé esas palabras conmigo a Washington, donde predominaba cadavez más un ambiente de rendición, al menos a la hora de aprobar unproyecto de ley de atención sanitaria. El Tea Party había logrado lo que seproponía, generando montones de publicidad negativa para nuestra
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conducido cientos de kilómetros —algunos incluso durmiendo en sus
coches durante la noche, dejando el motor en marcha para mantenerse
calientes— para unirse a otros centenares de personas que hacían cola desde
antes del amanecer para que alguno de los médicos voluntarios pudiera
extraerles una muela infectada, diagnosticar un dolor abdominal debilitante
o examinar un bulto en la mama. Era tal la demanda que en ocasiones los
pacientes que llegaban después de salir el sol no encontraban tanda.
Aquella historia me resultó a la vez desgarradora e irritante: ponía en tela
de juicio a una nación que, pese a ser rica, fallaba a muchos de sus
ciudadanos. Y sin embargo, sabía que casi todas aquellas personas que
aguardaban para que un médico las visitara gratis provenían de un distrito
abrumadoramente republicano, el tipo de circunscripción donde seguro que
era más fuerte la oposición a nuestro proyecto de ley de atención sanitaria,
junto con el apoyo al Tea Party. Hubo un tiempo —cuando recorrí el sur de
Illinois como senador estatal, o más tarde, cuando estuve viajando por las
zonas rurales de Iowa durante los primeros días de la campaña presidencial
— en que pude entrar en contacto con esos votantes. Por entonces todavía
no era lo bastante conocido para ser el blanco de caricaturas, lo que
significaba que, cualesquiera que fuesen las ideas preconcebidas que la
gente pudiera formarse sobre un tipo negro de Chicago con un nombre
extranjero, estas podían disiparse con una simple conversación, con un
pequeño gesto de amabilidad. Después de sentarme con algunas personas en
un restaurante o escuchar sus quejas en una feria local, puede que no
obtuviera su voto o siquiera nos pusiéramos de acuerdo sobre la mayoría de
los asuntos; pero al menos establecíamos una conexión, y salíamos de
aquellos encuentros sabiendo que teníamos esperanzas, dificultades y
valores comunes.
Me pregunté si todavía era posible algo de eso ahora que vivía encerrado
y protegido por puertas y guardias, y con la imagen que proyectaba ante la
opinión pública filtrada a través de Fox News y otros medios de
comunicación cuyo modelo de negocio dependía por completo de provocar
la ira y el miedo en la audiencia. Yo quería creer que la capacidad de
conectar con la gente todavía era una opción. Mi esposa no estaba tan
segura de ello. Una noche, hacia el final de nuestro recorrido en coche con
las niñas, y después de acostarlas, Michelle vio unas imágenes de un mitin
del Tea Party en la televisión, con su frenético agitar de banderas y sus
consignas incendiarias. De inmediato cogió el mando a distancia y apagó el