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Una-tierra-prometida (1)

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de que aquella extrema virulencia dirigida hacia mí se debía, al menos en

parte, a motivos racistas.

En la Casa Blanca decidimos no comentar nada al respecto, y no solo

porque Axe tenía una gran cantidad de datos que nos decían que los

votantes blancos, incluidos muchos de los que me apoyaban, reaccionaban

mal ante los sermones sobre la raza. Por una cuestión de principios, yo no

creía que un presidente debiera quejarse públicamente de las críticas de los

votantes (eso era algo que iba con el cargo), y me apresuré a recordarles

tanto a los periodistas como a mis amigos que todos mis antecesores

blancos también habían tenido que soportar su ración de feroces ataques

personales y obstruccionismo.

En un sentido más práctico, tampoco veía la forma de dilucidar cuáles

eran realmente los motivos de la gente, en especial teniendo en cuenta que

las actitudes raciales estaban incardinadas en todos y cada uno de los

aspectos de la historia de nuestra nación. ¿Apoyaba tal o cual miembro del

Tea Party los «derechos de los estados» frente al Gobierno federal porque

realmente creía que era la mejor manera de promover la libertad, o porque

seguía resentido por el modo en que la intervención federal había puesto fin

a las leyes Jim Crow y había propiciado la desegregación y el aumento del

poder político de los negros en el Sur? ¿Se oponía tal o cual activista

conservadora a la ampliación del Estado del bienestar social porque creía

que socavaba la iniciativa individual, o porque estaba convencida de que

beneficiaría solo a los inmigrantes de tez morena que acababan de cruzar la

frontera? Con independencia de lo que me dijeran mis instintos, de las

verdades que pudieran sugerir los libros de historia, sabía que etiquetando a

mis oponentes de racistas no iba a ganar ningún votante.

Una cosa parecía segura: una buena parte del pueblo estadounidense,

incluidas algunas de las mismas personas a las que yo intentaba ayudar, no

se creían ni una palabra de lo que decía. Una noche, más o menos por

entonces, vi un reportaje sobre una organización benéfica llamada Remote

Area Medical, que prestaba servicios médicos en improvisados dispensarios

temporales en todo el país, utilizando como centros de operaciones

remolques estacionados junto a estadios y recintos feriales. Casi todos los

pacientes que aparecían en el reportaje eran sureños blancos de estados

como Tennessee, Georgia y Virginia Occidental; hombres y mujeres que

tenían trabajo pero cuya empresa no les proporcionaba un seguro médico, o

que tenían un seguro cuyas franquicias no podían pagar. Muchos habían

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