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Una-tierra-prometida (1)

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que yo ocupaba el cargo, la economía no había hecho sino empeorar de

manera constante, a pesar de haber canalizado más de un billón de dólares

en medidas de estímulo y rescates. Para quienes ya de por sí se sentían

inclinados a albergar ideas conservadoras, la noción de que mis políticas

estaban diseñadas para ayudar a otros a sus expensas —de que el juego

estaba amañado y yo formaba parte del amaño— debía de parecer más que

probable.

Por otra parte, no podía evitar sentir cierto respeto por el modo en que los

líderes del Tea Party habían movilizado a un importante número de

partidarios y habían logrado dominar la cobertura informativa, utilizando

algunas de las mismas estrategias de manejo de las redes sociales y de

organización de las bases que nosotros habíamos desplegado durante mi

propia campaña. Yo había pasado toda mi carrera política promoviendo la

participación cívica como cura para una gran parte de los males que

aquejaban a nuestra democracia. No podía quejarme —me dije a mí mismo

— solo porque aquellos que se oponían a mi agenda fuesen quienes

espoleaban tan apasionada participación ciudadana.

Sin embargo, con el paso del tiempo fue difícil ignorar algunos de los

impulsos más problemáticos que estimulaban el movimiento. Como había

ocurrido en los mítines de Palin, los reporteros que cubrían los eventos del

Tea Party captaban imágenes de asistentes que me comparaban con diversos

animales o con Hitler. Aparecían carteles en los que se me representaba

vestido como un hechicero africano con un hueso en la nariz y la leyenda

«Obamacare: próximamente en tu dispensario más cercano». Abundaban

las teorías conspirativas: se afirmaba, por ejemplo, que mi proyecto de ley

de atención sanitaria establecería «equipos de la muerte» para evaluar si las

personas merecían tratamiento o no, despejando así el camino para una

«eutanasia alentada por el Gobierno»; o que beneficiaría a los inmigrantes

ilegales, en aras de mi principal objetivo de inundar el país de votantes

demócratas fiables y dependientes de la asistencia social. El Tea Party

también resucitó y dio pábulo a un viejo rumor de la campaña electoral: no

solo que era musulmán, sino que además ocultaba que en realidad había

nacido en Kenia y, por lo tanto, estaba constitucionalmente imposibilitado

para ejercer la presidencia. En septiembre, la cuestión de hasta qué punto el

nativismo y el racismo explicaban el auge del Tea Party se había convertido

en un importante tema de debate en televisión, sobre todo después de que el

expresidente Jimmy Carter —sureño de pura cepa— expresara su opinión

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