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Una-tierra-prometida (1)

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No podía repetir aquella experiencia con mis hijas, dado que volábamos

en el Air Force One, circulábamos en comitivas y nunca pernoctábamos en

lugares como los moteles de la cadena Howard Johnson’s. Para nosotros, ir

del punto A al punto B siempre era muy rápido y cómodo, y nuestras

jornadas estaban tan llenas de actividades previamente programadas y

supervisadas por mi personal —y, por lo tanto, desprovistas de esa mezcla

familiar de sorpresas, percances y aburrimiento— que era imposible hablar

de un «viaje por carretera» propiamente dicho. Pero durante una semana de

agosto, Michelle, las niñas y yo lo pasamos bien de todos modos. Vimos el

géiser Old Faithful en erupción y contemplamos la extensión ocre del Gran

Cañón del Colorado. Las niñas hicieron tubing en el agua. Por las noches

jugábamos a nombrar las constelaciones o a algún juego de mesa. Al

acostarlas, yo esperaba que, pese a todo el alboroto que nos rodeaba,

conservaran en la mente la imagen de las posibilidades de la vida y la

belleza del paisaje estadounidense, tal como había hecho yo en otra época;

que quizá algún día volvieran a pensar en los viajes que habíamos hecho

juntos, y eso les recordaría que eran tan dignas de amor, tan fascinantes y

rebosantes de vida que no había nada que les gustara más a sus padres que

compartir aquellos horizontes con ellas.

Obviamente, una de las cosas que Malia y Sasha tuvieron que soportar en

aquel viaje al oeste fue que su padre se ausentara cada dos días para

presentarse ante grandes multitudes y cámaras de televisión para hablar de

la atención sanitaria. En sí mismos, los encuentros con la ciudadanía no

eran muy diferentes de los que ya había celebrado en la primavera. La gente

compartía sus historias acerca de cómo el sistema de salud vigente había

fallado a sus familias y planteaba preguntas sobre el modo en que el

naciente proyecto de ley podría afectar a su propio seguro médico. Incluso

quienes se oponían a nuestra iniciativa escuchaban atentamente lo que

decía.

Fuera, en cambio, el ambiente era muy distinto. Estábamos en medio de

lo que daría en llamarse el «verano del Tea Party», un esfuerzo concertado

para vincular los honestos temores de la gente en relación con los cambios

que experimentaba el país a una agenda política derechista. Tanto al llegar a

cualquiera de los encuentros como al marcharnos, éramos recibidos por

docenas de manifestantes airados. Algunos gritaban con megáfonos. Otros

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