07.09.2022 Views

Una-tierra-prometida (1)

You also want an ePaper? Increase the reach of your titles

YUMPU automatically turns print PDFs into web optimized ePapers that Google loves.

que ver en el centro comercial y un montón de tiempo para holgazanear. A

menudo, cuando volvía a casa por la noche, subía al tercer piso y

encontraba el solárium invadido de niñas de ocho u once años en pijama

instalándose para pasar la noche, saltando sobre colchones inflables,

esparciendo palomitas de maíz y juguetes por todas partes, o soltando risitas

sin parar ante lo que fuera que estuvieran viendo en Nickelodeon.

Pero por mucho que Michelle y yo (con ayuda de la infinita paciencia de

los agentes del Servicio Secreto) tratáramos de aproximarnos a lo que sería

una infancia normal para mis hijas, me resultaba difícil, si no imposible,

llevarlas a los mismos lugares adonde los padres comunes y corrientes

llevaban a sus hijos. Nosotros no podíamos ir juntos a un parque de

atracciones o hacer una parada improvisada en el camino para tomar unas

hamburguesas. No podía llevarlas, como antes lo había hecho muchas

veces, a dar un tranquilo paseo en bici un domingo por la tarde. Una

escapada para comprar un helado o una visita a una librería se habían

convertido en un auténtico espectáculo, que implicaba cortes de carreteras,

equipos tácticos y el omnipresente grupo de prensa.

Si las niñas sentían alguna carencia a causa de esto, el hecho es que no lo

demostraban. Pero yo sí la sentía, y de forma bastante intensa. Lamentaba

sobre todo el hecho de que probablemente nunca tendría la oportunidad de

llevar a Malia y Sasha a hacer un largo viaje estival por carretera como el

que había hecho yo mismo a los once años, cuando mi madre y Toot

decidieron que había llegado el momento de que Maya y yo conociéramos

el territorio continental estadounidense. El viaje, que duró todo un mes,

dejó una profunda impresión en mi mente, y no solo porque fuéramos a

Disneylandia (aunque, obviamente, ese fue el plato fuerte): cogimos

almejas en la arena durante la marea baja en el estrecho de Puget;

montamos a caballo por el lecho de un riachuelo al pie del cañón de Chelly,

en Arizona; vimos las infinitas praderas de Kansas extendiéndose ante

nosotros desde la ventanilla de un tren; divisamos una manada de bisontes

en una oscura llanura en Yellowstone, y cada día terminábamos disfrutando

de los sencillos placeres del dispensador de helados de un motel, algún

chapuzón ocasional en una piscina, o simplemente el aire acondicionado y

las sábanas limpias. Aquel viaje me permitió hacerme una idea de la

vertiginosa libertad que daba la carretera, de lo vasto que era el territorio

estadounidense y de cuántas maravillas encerraba.

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!