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Una-tierra-prometida (1)

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plegables en mano, agricultores con gorras que pretendían ampliar el ancho

de las esclusas que permitían llevar sus cosechas al mercado en barcazas

industriales. Se veían madres latinas que buscaban financiación para una

nueva guardería y grupos de moteros de mediana edad, con sus grandes

patillas y cazadoras de cuero, que intentaban bloquear otra iniciativa

legislativa más para obligarlos a llevar casco.

Esos primeros meses me dediqué a no meterme en líos. Algunos de mis

colegas desconfiaban de mi extraño nombre y mi paso por Harvard, pero

hice lo que se esperaba de mí y ayudé a recaudar dinero para las campañas

de otros senadores. Entablé relación con los demás parlamentarios y sus

ayudantes, no solo en la cámara del Senado, también en la cancha de

baloncesto, en escapadas a los campos de golf y durante las timbas

bipartidistas de póquer que organizábamos: dos dólares para participar, con

un límite de tres subidas en la apuesta, en una habitación cargada de humo

donde nos vacilábamos los unos a los otros y se oía continuamente el lento

silbido de otra lata de cerveza al abrirse.

Ayudaba el hecho de que ya conocía al líder de la minoría en el Senado,

un corpulento hombre negro de sesenta y tantos años llamado Emil Jones.

Había ascendido progresivamente en el seno de las organizaciones de barrio

bajo la tutela del Viejo Daley, y era representante del distrito donde yo

había trabajado como trabajador comunitario. Así fue como nos conocimos:

había llevado a un grupo de padres a su oficina; exigíamos reunirnos con él

con el propósito de conseguir financiación para un programa de preparación

de ingreso a la universidad dedicado a los jóvenes de la zona. En lugar de

evitarnos, nos invitó a pasar.

«Puede que ustedes no lo supieran —dijo—, pero ¡estaba esperando que

vinieran!» Nos contó que no había podido graduarse en la universidad y

quería asegurarse de que se destinara más dinero de fondos estatales a los

barrios negros más desatendidos. «Dejaré que seas tú quien determine qué

es lo que necesitamos —me dijo con una palmada en la espalda mientras mi

grupo salía de su oficina—. Déjame a mí la política.»

En efecto, Emil consiguió financiación para el programa, y nuestra

amistad continuó en el Senado. Curiosamente, se enorgullecía de mí; de

hecho, llegó a convertirse en un paladín de mi estilo reformista. Incluso

cuando Emil necesitaba un voto con desesperación para algún trato que

tuviese entre manos (conseguir que se permitiese el juego en los barcos

fluviales en Chicago era una de sus obsesiones), nunca me presionaba si le

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