Una-tierra-prometida (1)

eimy.yuli.bautista.cruz
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07.09.2022 Views

Al día siguiente, sin embargo, no había pasado. Por el contrario, lahistoria había eclipsado por completo todo lo demás, incluido nuestromensaje sobre la sanidad. Rahm recibió nerviosas llamadas de losdemócratas del Capitolio, y parecía dispuesto a tirarse de un puente.Cualquiera habría podido pensar que en esa rueda de prensa me habíapuesto un dashiki y me había dedicado a lanzar improperios contra lapolicía.Al final accedí a aplicar un plan de control de daños. Empecé por llamaral sargento Crowley para hacerle saber que lamentaba haber usado laexpresión «de manera estúpida». Se mostró comprensivo y cordial, y enalgún momento propuse que Gates y él viniesen a visitar la Casa Blanca.Los tres podríamos tomar una cerveza, dije, y mostrar al país que la buenagente puede superar un malentendido. Tanto a Crowley como a Gates, aquien llamé inmediatamente después, les entusiasmó la idea. En unaconferencia de prensa que di ese mismo día, les dije a los periodistas queseguía pensando que los policías habían sobrerreaccionado al arrestar aGates, como el profesor había sobrerreaccionado cuando estos sepresentaron en su casa. Reconocí que podría haber medido mejor miscomentarios iniciales. Mucho tiempo después supe a través de David Simas,nuestro gurú interno sobre encuestas y mano derecha de Axe, que el asuntoGates había provocado una enorme pérdida de respaldo entre los votantesblancos, mayor que cualquier otra debida a un solo acontecimiento a lolargo de los ocho años de mi presidencia. Y, peor aún, era un respaldo quenunca recuperaría por completo.Seis días más tarde, Joe Biden y yo nos sentamos con el sargentoCrowley y Skip en la Casa Blanca para lo que se conocería como la«Cumbre de la Cerveza». Fue un acto discreto, amable y ligeramenteimpostado. Como había imaginado tras nuestra conversación telefónica,Crowley resultó ser un hombre atento y decente, mientras que Skip tuvo uncomportamiento impecable. Durante en torno a una hora, los cuatrohablamos de nuestra infancia y nuestro trabajo, y de las maneras de mejorarla confianza y la comunicación entre los agentes de policía y la comunidadafroamericana. Cuando llegó el momento de despedirnos, tanto Crowleycomo Gates expresaron su agradecimiento por las visitas guiadas que miequipo había ofrecido a sus familias, y bromeé diciendo que la próxima vezquizá podían buscar alguna manera más sencilla de conseguir unainvitación a la Casa Blanca.

Cuando se fueron, me quedé solo en el despacho Oval pensando sobretodo el asunto. Michelle, amigos como Valerie y Marty, altos cargos comoel fiscal general Eric Holder, la embajadora en Naciones Unidas Susan Ricey el representante comercial de Estados Unidos Ron Kirk, estábamosacostumbrados a sortear toda una sucesión de obstáculos paradesenvolvernos en el seno de instituciones predominantemente blancas.Habíamos adquirido la capacidad de reprimir nuestra reacción natural anteafrentas menores, a estar siempre dispuestos a conceder el beneficio de laduda a nuestros colegas blancos, a tener siempre en mente que cualquierconversación sobre la raza, salvo que uno tuviese el máximo cuidado,amenazaba con desatar en ellos un moderado pánico. Aun así, lasreacciones a mis comentarios sobre Gates nos sorprendieron a todos. Fue laprimera señal que detecté de hasta qué punto la cuestión de los negros y lapolicía era más polarizadora que prácticamente cualquier otro asunto en lavida de Estados Unidos. Daba la impresión de que conectaba con algunasde las corrientes subterráneas más profundas en la psique del país, quetocaba el nervio más sensible, quizá porque nos recordaba a todos, tantonegros como blancos, que en la base del orden social estadounidense nohabía habido solo consentimiento, sino también siglos de violencia estatalalentada por los blancos contra los negros y mestizos, y que quiéncontrolaba la violencia legalmente permitida y cómo y contra quién seejercía seguía teniendo, en lo más profundo de nuestra mente tribal, muchamás importancia de la que estábamos dispuestos a reconocer.Mis pensamientos se vieron interrumpidos por Valerie, que asomó lacabeza para saber cómo estaba. Me dijo que la cobertura de la «Cumbre dela Cerveza» había sido en general positiva, aunque reconoció que habíarecibido un montón de llamadas de seguidores negros que no estaban muycontentos. «No entienden por qué nos esforzamos tanto por hacer queCrowley se sienta bienvenido», me dijo.—¿Qué les has contestado? —pregunté.—Les he dicho que todo esto ha acabado siendo una distracción, y queestás centrado en gobernar y en conseguir que se apruebe la reformasanitaria.Asentí.—Y los negros de nuestro equipo... ¿cómo lo llevan?Valerie se encogió de hombros.

Cuando se fueron, me quedé solo en el despacho Oval pensando sobre

todo el asunto. Michelle, amigos como Valerie y Marty, altos cargos como

el fiscal general Eric Holder, la embajadora en Naciones Unidas Susan Rice

y el representante comercial de Estados Unidos Ron Kirk, estábamos

acostumbrados a sortear toda una sucesión de obstáculos para

desenvolvernos en el seno de instituciones predominantemente blancas.

Habíamos adquirido la capacidad de reprimir nuestra reacción natural ante

afrentas menores, a estar siempre dispuestos a conceder el beneficio de la

duda a nuestros colegas blancos, a tener siempre en mente que cualquier

conversación sobre la raza, salvo que uno tuviese el máximo cuidado,

amenazaba con desatar en ellos un moderado pánico. Aun así, las

reacciones a mis comentarios sobre Gates nos sorprendieron a todos. Fue la

primera señal que detecté de hasta qué punto la cuestión de los negros y la

policía era más polarizadora que prácticamente cualquier otro asunto en la

vida de Estados Unidos. Daba la impresión de que conectaba con algunas

de las corrientes subterráneas más profundas en la psique del país, que

tocaba el nervio más sensible, quizá porque nos recordaba a todos, tanto

negros como blancos, que en la base del orden social estadounidense no

había habido solo consentimiento, sino también siglos de violencia estatal

alentada por los blancos contra los negros y mestizos, y que quién

controlaba la violencia legalmente permitida y cómo y contra quién se

ejercía seguía teniendo, en lo más profundo de nuestra mente tribal, mucha

más importancia de la que estábamos dispuestos a reconocer.

Mis pensamientos se vieron interrumpidos por Valerie, que asomó la

cabeza para saber cómo estaba. Me dijo que la cobertura de la «Cumbre de

la Cerveza» había sido en general positiva, aunque reconoció que había

recibido un montón de llamadas de seguidores negros que no estaban muy

contentos. «No entienden por qué nos esforzamos tanto por hacer que

Crowley se sienta bienvenido», me dijo.

—¿Qué les has contestado? —pregunté.

—Les he dicho que todo esto ha acabado siendo una distracción, y que

estás centrado en gobernar y en conseguir que se apruebe la reforma

sanitaria.

Asentí.

—Y los negros de nuestro equipo... ¿cómo lo llevan?

Valerie se encogió de hombros.

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