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Una-tierra-prometida (1)

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contando. Había vivido en Cambridge, y sabía que su departamento de

policía no tenía la reputación de albergar a un montón de tipos como el

segregacionista Bull Connor. Por su parte, Skip —como llamaban a Gates

sus amigos— era brillante y vocinglero —mitad W. E. B. Du Bois, mitad

Mars Blackmon—, lo bastante altanero para imaginarlo insultando a un

policía hasta el punto de que incluso un agente relativamente comedido

experimentase un subidón de testosterona.

Aun así, aunque nadie había resultado herido, el episodio me parecía

deprimente: un vívido recordatorio de que ni siquiera el nivel más elevado

de éxito de un negro y el entorno de blancos más acogedor podían escapar

al nubarrón de nuestra historia racial. Cuando oí lo que le había ocurrido a

Gates, me descubrí haciendo, de manera casi involuntaria, un inventario de

mis propias experiencias. Las múltiples ocasiones en las que me habían

pedido mi tarjeta de estudiante al ir hacia la biblioteca en el campus de

Columbia, algo que no parecía que les pasase nunca a mis compañeros de

clase blancos. Los controles de tráfico arbitrarios cuando visitaba ciertos

barrios «buenos» de Chicago. Que los guardias de seguridad me siguiesen

por unos grandes almacenes mientras hacía las compras de Navidad. El clic

de los cierres de los coches cuando caminaba por una calle, vestido de traje

y corbata, a mitad del día.

Momentos como esos eran habituales entre mis amigos y conocidos

negros, o los tipos con los que coincidía en la peluquería. Si eras pobre, o

de clase trabajadora, o vivías en un barrio complicado, o no mostrabas

debidamente que eras un negro respetable, las historias a menudo eran

peores. A casi cualquier hombre negro del país, a cualquier mujer que

quisiese a un hombre negro, a cualquier padre o madre de un joven negro,

no era la paranoia, el «recurso al comodín de la raza» o una falta de respeto

a la policía lo que los llevaba a concluir que, con independencia de

cualquier otra cosa que pudiese haber sucedido ese día en Cambridge, esto

era casi con toda seguridad cierto: a un profesor de Harvard de cincuenta y

ocho años rico, famoso, de metro setenta y sesenta y cinco kilos que

caminase con bastón por una lesión de infancia en la pierna y fuese blanco

no lo habrían esposado ni llevado a la comisaría simplemente por haber

sido maleducado con un policía que lo hubiese obligado a mostrar alguna

forma de identificación mientras estaba delante de su maldita propia casa.

Por supuesto, no dije todo esto. Quizá debí haberlo dicho. En cambio, lo

que sí hice fueron unos comentarios bastante anodinos, partiendo del

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