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Una-tierra-prometida (1)

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industria sanitaria se emitiese por la televisión pública. La prensa empezó a

informar sobre los detalles de lo que llamaron «acuerdos en la trastienda».

No fueron pocos los votantes que me escribieron para preguntar si me había

pasado al lado oscuro. Además, el presidente de comité Waxman dejó bien

claro que no consideraba que su actividad estuviese obligada a respetar las

concesiones que Baucus o la Casa Blanca hubiesen podido hacer a los

grupos de interés de la industria.

Los demócratas de la Cámara, tan prontos a dar lecciones, estaban sin

embargo más que dispuestos a proteger el statu quo cuando veían

amenazadas sus prerrogativas o las ventajas políticas de votantes

influyentes. Por ejemplo, prácticamente todos los economistas

especializados en sanidad coincidían en que no bastaba con rebañar dinero

de los beneficios de las aseguradoras y farmacéuticas y destinarlo a

extender la cobertura a más personas; para que la reforma funcionase,

también teníamos que hacer algo con los precios exorbitantes que cobraban

médicos y hospitales. De lo contrario, cualquier dinero nuevo que entrase

en el sistema acabaría desembocando en una atención sanitaria cada vez

más limitada para un número cada vez más reducido de personas. Una de

las mejores maneras de «aplanar la curva de costes» consistía en implantar

una comisión independiente, aislada de la política y de la influencia de los

grupos de interés, que estableciese los porcentajes de copago para Medicare

basándose en la eficacia comparativa de tratamientos concretos.

Los demócratas de la Cámara detestaban la idea. Significaba renunciar a

su capacidad de determinar lo que cubría o no cubría Medicare (junto con

las potenciales oportunidades de recaudar fondos para sus campañas que

ese poder conllevaba). Además, les preocupaba que jubilados cascarrabias

les echasen la culpa de no tener acceso a los medicamentos o los

tratamientos más recientes que se anunciaban en la televisión, aunque un

experto pudiese demostrar que en realidad eran un derroche de dinero.

Tampoco veían con buenos ojos la otra gran propuesta para controlar los

costes: poner un tope a las deducciones de impuestos de los llamados

«seguros Cadillac», pólizas caras que costeaban los empleadores y que

incluían toda clase de servicios «premium» pero que no mejoraban los

resultados sanitarios. Aparte de ejecutivos de empresas y profesionales bien

pagados, el principal grupo de personas cubiertas por planes de este tipo

eran los afiliados a los sindicatos, por lo que estos se oponían rotundamente

a lo que se acabaría conociendo como el «impuesto Cadillac». A los líderes

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