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Una-tierra-prometida (1)

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llegado a vivir un día así, por que todos hubiesen muerto sin llegar a ver

qué había sido de los sueños que tenían para mí.

Contuve mis emociones mientras la jueza se dirigía al público, y me fijé

en un par de chicos coreano-estadounidenses —los sobrinos adoptivos de

Sotomayor—, incómodos en sus mejores galas. Para ellos iba a ser algo

normal que su tía formase parte del Tribunal Supremo de Estados Unidos,

que marcase la vida de un país; como lo sería para los chicos de todo el

país.

Lo cual era estupendo. Eso es el progreso.

La lenta marcha hacia la reforma sanitaria consumió buena parte del

verano. Mientras la propuesta legislativa avanzaba poco a poco por el

Congreso, buscamos cualquier oportunidad de contribuir a evitar que

decayese el ritmo del proceso. Desde la cumbre en la Casa Blanca en

marzo, los miembros de mis equipos sanitario y legislativo habían

participado en innumerables reuniones sobre el asunto en el Capitolio, y al

final de cada día entraban arrastrándose en el despacho Oval, como

soldados que volviesen del frente, para informarme sobre los vaivenes de la

batalla. La buena noticia era que los demócratas clave, presidentes de

comités —en particular, Baucus y Waxman—, estaban dedicando mucho

esfuerzo a la redacción de borradores de proyectos de ley que podrían

aprobar en sus respectivos comités antes del tradicional receso de agosto.

La mala noticia era que, cuanto más profundizaba todo el mundo en los

detalles de la reforma, más diferencias surgían, en lo sustancial y en lo

estratégico, no solo entre demócratas y republicanos, sino entre demócratas

de la Cámara y del Senado, entre nosotros y los demócratas del Congreso e

incluso entre miembros de mi propio equipo.

La mayoría de las discusiones giraban en torno a cómo generar una

combinación de ahorros y nuevos ingresos para costear la ampliación de la

cobertura a millones de estadounidenses. Guiado por sus propias querencias

y por su interés en elaborar un proyecto de ley con apoyo de ambos

partidos, Baucus confiaba en evitar cualquier cosa que pudiese interpretarse

como una subida de impuestos. En cambio, junto con su equipo había

calculado a cuánto ascenderían las ganancias imprevistas que la nueva

avalancha de clientes asegurados supondría para hospitales, farmacéuticas y

aseguradoras, y usó esas cifras como base para negociar millones de dólares

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