Una-tierra-prometida (1)
Constitucional en la Universidad de Chicago. Pero cuando leí los gruesosexpedientes que mi equipo había preparado con información sobre cadacandidato, la que más atrajo mi interés fue alguien a quien no conocíapersonalmente, la jueza de apelaciones del Segundo Circuito SoniaSotomayor. Era una portorriqueña del Bronx y había sido criada por sumadre, una telefonista que acabó sacándose el título de enfermera, despuésde que su marido —un comercial que solo había cursado hasta tercero deprimaria— muriese cuando Sonia tenía solo nueve años. Aunque en su casase hablaba sobre todo español, Sonia destacó en la escuela parroquial yobtuvo una beca para estudiar en Princeton. Sus experiencias allírecordaban a la situación que Michelle se encontró en ese mismo lugar unadécada más tarde: una sensación inicial de incertidumbre y de estar fuera delugar, debida al hecho de que era una de las contadas mujeres de color entodo el campus; la necesidad, en ocasiones, de hacer un trabajo adicionalpara compensar las lagunas de un conocimiento que los chicos másprivilegiados daban por descontado; lo reconfortante que era sentirsearropada por otros estudiantes negros y profesores solidarios; y laconstatación, con el tiempo, de que era tan inteligente como cualquiera desus compañeros.Sotomayor se graduó en la facultad de Derecho de Yale y posteriormentehizo una labor extraordinaria en la oficina del Fiscal del Distrito deManhattan, lo que contribuyó a catapultarla hasta un puesto de juez federal.Durante sus casi diecisiete años como jueza, se había labrado la reputaciónde ser concienzuda, ecuánime y comedida, lo cual había llevado, en últimainstancia, a que el Colegio de Abogados de Estados Unidos le otorgase sumáxima calificación. Aun así, cuando se filtró que Sotomayor era una de lasfinalistas, algunos miembros de la clerecía jurídica dieron a entender quesus credenciales eran inferiores a las de Kagan o Wood, y varios grupos deinterés izquierdistas pusieron en duda que tuviese el peso intelectualnecesario para batirse de igual a igual con ideólogos conservadores como eljuez Antonin Scalia.Debido quizá a mi propio pasado en ambientes jurídicos y académicos —donde había conocido a un buen número de imbéciles con excelentescredenciales y un elevadísimo cociente intelectual, y había sido testigo de lacostumbre de cambiar las reglas a mitad de partido cuando de lo que setrataba era de ascender a mujeres y personas de color—, presté escasaatención a esas objeciones. A mi parecer, la jueza Sotomayor no solo
contaba con unas credenciales académicas insuperables, sino que debíaatesorar una gran inteligencia, tenacidad y adaptabilidad para llegar hastadonde ella había llegado. Una amplia variedad de experiencias, familiaridadcon los azares de la vida, una combinación de cerebro y corazón; he ahí,pensaba yo, el origen de la sabiduría. Cuando durante la campaña mehabían preguntado qué cualidades buscaba en un candidato al TribunalSupremo, yo había hablado no solo de sus cualificaciones jurídicas, sinotambién de empatía. Los comentaristas conservadores se habían burlado demi respuesta, y la citaban como prueba de que planeaba llenar el tribunal deprogresistas confusos, dados a la ingeniería social y a quienes no lespreocupaba en absoluto la aplicación «objetiva» de las leyes. Pero, tal ycomo yo lo veía, lo habían entendido al revés: la fuente de la objetividad eraprecisamente la capacidad de un juez de entender el contexto de susdecisiones, de saber cómo era la vida tanto de una adolescente embarazadacomo de un sacerdote católico, de un magnate hecho a sí mismo y deltrabajador de una cadena de montaje, tanto de la mayoría como de laminoría.Había otras consideraciones que hacían de Sotomayor una elecciónatractiva. Sería la primera latina —y solo la tercera mujer— en formar partedel Tribunal Supremo. Y ya había sido confirmada dos veces por el Senado,una de ellas de manera unánime, lo que dificultaba que los republicanospudieran argumentar que era una opción inaceptable.Dada la alta estima en que tenía a Kagan y Wood, aún no había tomadomi decisión cuando la jueza Sotomayor vino al despacho Oval para quepudiese conocerla mejor. Tenía un rostro ancho y agradable, y una sonrisafácil. Su comportamiento era formal y escogía cuidadosamente suspalabras, aunque los años que había pasado en universidades de la IvyLeague y en tribunales federales no habían borrado su acento del Bronx. Miequipo me había advertido que no debía plantear a los candidatos preguntassobre controversias jurídicas específicas como el aborto (los republicanosdel comité sin duda preguntarían por cualquier conversación que yo hubiesemantenido con los candidatos, para ver si había aplicado una «prueba delalgodón» antes de tomar mi decisión). Así que hablamos de su familia, desu trabajo como fiscal y en general de su filosofía respecto a la justicia.Estaba convencido de que Sotomayor tenía lo que estaba buscando, aunqueno lo dije en ese momento. Sí mencioné que había un detalle de sucurrículum que me resultaba preocupante.
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Constitucional en la Universidad de Chicago. Pero cuando leí los gruesos
expedientes que mi equipo había preparado con información sobre cada
candidato, la que más atrajo mi interés fue alguien a quien no conocía
personalmente, la jueza de apelaciones del Segundo Circuito Sonia
Sotomayor. Era una portorriqueña del Bronx y había sido criada por su
madre, una telefonista que acabó sacándose el título de enfermera, después
de que su marido —un comercial que solo había cursado hasta tercero de
primaria— muriese cuando Sonia tenía solo nueve años. Aunque en su casa
se hablaba sobre todo español, Sonia destacó en la escuela parroquial y
obtuvo una beca para estudiar en Princeton. Sus experiencias allí
recordaban a la situación que Michelle se encontró en ese mismo lugar una
década más tarde: una sensación inicial de incertidumbre y de estar fuera de
lugar, debida al hecho de que era una de las contadas mujeres de color en
todo el campus; la necesidad, en ocasiones, de hacer un trabajo adicional
para compensar las lagunas de un conocimiento que los chicos más
privilegiados daban por descontado; lo reconfortante que era sentirse
arropada por otros estudiantes negros y profesores solidarios; y la
constatación, con el tiempo, de que era tan inteligente como cualquiera de
sus compañeros.
Sotomayor se graduó en la facultad de Derecho de Yale y posteriormente
hizo una labor extraordinaria en la oficina del Fiscal del Distrito de
Manhattan, lo que contribuyó a catapultarla hasta un puesto de juez federal.
Durante sus casi diecisiete años como jueza, se había labrado la reputación
de ser concienzuda, ecuánime y comedida, lo cual había llevado, en última
instancia, a que el Colegio de Abogados de Estados Unidos le otorgase su
máxima calificación. Aun así, cuando se filtró que Sotomayor era una de las
finalistas, algunos miembros de la clerecía jurídica dieron a entender que
sus credenciales eran inferiores a las de Kagan o Wood, y varios grupos de
interés izquierdistas pusieron en duda que tuviese el peso intelectual
necesario para batirse de igual a igual con ideólogos conservadores como el
juez Antonin Scalia.
Debido quizá a mi propio pasado en ambientes jurídicos y académicos —
donde había conocido a un buen número de imbéciles con excelentes
credenciales y un elevadísimo cociente intelectual, y había sido testigo de la
costumbre de cambiar las reglas a mitad de partido cuando de lo que se
trataba era de ascender a mujeres y personas de color—, presté escasa
atención a esas objeciones. A mi parecer, la jueza Sotomayor no solo