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Una-tierra-prometida (1)

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Empezaba a ser consciente de que esta era la naturaleza de la presidencia:

algunas veces, el trabajo más importante era el que pasaba desapercibido

para la gente.

El segundo giro de los acontecimientos fue una oportunidad, no una

crisis. A finales de abril, el juez del Tribunal Supremo David Souter llamó

para decirme que pensaba jubilarse, lo cual me daba la primera ocasión de

elegir quién ocuparía una plaza en la máxima instancia judicial del país.

Conseguir que confirmen a un candidato al Tribunal Supremo nunca ha

sido un camino de rosas, en parte porque el papel del tribunal en la gestión

de los asuntos públicos estadounidenses siempre había sido controvertido.

A fin de cuentas, no parece muy democrática la idea de otorgar a nueve

juristas con togas negras no electos, con puesto vitalicio, la capacidad de

echar por tierra leyes aprobadas por una mayoría de los representantes del

pueblo. Pero desde Marbury contra Madison, el caso de 1803 ante el

Tribunal Supremo que le dio la última palabra sobre el significado de la

Constitución estadounidense y estableció el principio de revisión judicial de

las actuaciones del Congreso y el presidente, ha sido así como ha

funcionado nuestro sistema de controles y contrapoderes. En teoría, los

jueces del Tribunal Supremo no «hacen la ley» cuando ejercen dichos

poderes, sino que se supone que se limitan a «interpretar» la Constitución,

para tender un puente entre la manera en que entendían sus disposiciones

quienes la redactaron y cómo se aplican en el mundo en que vivimos hoy.

En la inmensa mayoría de casos constitucionales que llegan al tribunal, la

teoría se cumple bastante bien. Por lo general, los jueces se han sentido

vinculados por el texto de la Constitución y los precedentes establecidos por

sus antecesores en el tribunal, aun cuando hacerlo tenga como consecuencia

un resultado con el que no estén personalmente de acuerdo. Sin embargo, a

lo largo de la historia de Estados Unidos, los casos más importantes han

girado en torno a la interpretación de frases como «debido proceso»,

«privilegios e inmunidades», «protección igualitaria» o «establecimiento de

la religión», expresiones tan ambiguas que cabe dudar de que dos padres

fundadores estuviesen completamente de acuerdo en su significado. Esta

ambigüedad da a cada juez amplio margen de maniobra para «interpretar»

de acuerdo con sus propios principios morales, preferencias políticas,

sesgos y temores. Y explica por qué en la década de 1930 un tribunal de

mayoría conservadora pudo dictaminar que las políticas del New Deal de

Franklin Delano Roosevelt violaban la Constitución, mientras que cuarenta

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