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Una-tierra-prometida (1)

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sobrerreacción o desatar el pánico: al parecer, el presidente Ford, con la

intención de actuar con decisión en medio de su campaña de reelección,

había acelerado la vacunación obligatoria antes de que se hubiese

dilucidado la gravedad de la pandemia, con el resultado de que fueron más

los estadounidenses que desarrollaron un desorden neurológico relacionado

con la vacuna que los fallecidos a consecuencia de la gripe.

—Tiene que implicarse, señor presidente —me aconsejó uno de los

ayudantes de Ford—, pero debe dejar que los expertos dirijan el proceso.

Pasé el brazo por los hombros de Sebelius.

—¿La veis? —dije, inclinando la cabeza en su dirección—. Este es el

rostro del virus. Enhorabuena, Kathleen.

—Encantada de prestar servicio, señor presidente —respondió con brío

—. Encantada de prestar servicio.

Mis instrucciones a Kathleen y al equipo de salud pública fueron

sencillas: las decisiones se tomarían con base en la mejor ciencia

disponible, y explicaríamos al público cada paso de nuestra respuesta,

incluido qué era lo que sabíamos y qué no. Y eso fue exactamente lo que

hicimos durante los seis meses siguientes. Un descenso de los casos de

H1N1 durante el verano proporcionó al equipo tiempo para trabajar con los

fabricantes de medicamentos e incentivar nuevos procesos para acelerar la

producción de vacunas. Distribuyeron con anticipación el material médico

entre las distintas regiones y dieron a los hospitales una mayor flexibilidad

para gestionar el aumento de los casos de gripe. Evaluaron —para acabar

rechazando— la idea de cerrar las escuelas el resto del año, pero trabajaron

con los distritos escolares, las empresas y las autoridades estatales y locales

para asegurarse de que todos disponían de los recursos que necesitaban para

responder si se produjera un brote.

Aunque Estados Unidos no salió ileso —perdieron la vida más de doce

mil estadounidenses—, tuvimos la suerte de que esta particular cepa del

H1N1 resultó ser menos mortífera de lo que los expertos habían temido, y

para mediados de 2010 la noticia de que la pandemia había remitido no

generó titulares. Aun así, sentí un gran orgullo por los frutos del trabajo de

nuestro equipo. Sin alharacas ni escándalos, no solo habían contribuido a

mantener el virus contenido, sino que habían reforzado nuestro grado de

preparación ante cualquier futura emergencia de salud pública, lo que sería

crucial unos años más tarde, cuando el brote de ébola en África Occidental

desatase el pánico generalizado.

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