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Una-tierra-prometida (1)

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habían confirmado que nos enfrentábamos a una variación del virus H1N1.

En junio, la OMS declaró oficialmente la primera pandemia global en más

de cuarenta años.

Yo tenía un conocimiento más que superficial del H1N1, pues durante mi

tiempo en el Senado trabajé en la preparación de Estados Unidos ante una

pandemia. Lo que sabía me quitaba el sueño. Se calcula que, en 1918, una

cepa del H1N1 que se dio en conocer como la «gripe española» infectó a

quinientos millones de personas y provocó entre cincuenta y cien millones

de muertos, en torno al 4 por ciento de la población mundial. Solo en

Filadelfia murieron más de doce mil personas en el transcurso de unas

pocas semanas. Los efectos de la pandemia se dejaron sentir más allá de las

impresionantes cifras de muertos y de la paralización de la actividad

económica: estudios posteriores revelaron que los bebés que estaban en el

útero materno durante la pandemia tuvieron de adultos menores ingresos,

peores resultados educativos y tasas más elevadas de discapacidad física.

Era demasiado pronto para saber cuán mortífero podía ser este virus.

Pero yo no quería correr ningún riesgo. El mismo día que Kathleen Sebelius

fue confirmada como secretaria de Salud y Servicios Sociales, enviamos un

avión a Kansas para que la llevase a Washington y tomase posesión de su

cargo en una ceremonia improvisada en el Capitolio. De inmediato le

pedimos que liderase una teleconferencia de dos horas con varios altos

cargos de la OMS y los ministros de sanidad de México y Canadá. Al cabo

de unos pocos días, reunimos un equipo formado por personal de distintas

agencias para que evaluara el grado de preparación de Estados Unidos ante

el peor escenario imaginable.

La respuesta era que no estábamos preparados en absoluto. Se comprobó

que la vacuna anual contra la gripe no proporcionaba protección contra el

H1N1, y puesto que las vacunas en general no eran una gran fuente de

ingresos para las farmacéuticas, los pocos fabricantes estadounidenses que

existían tenían una capacidad limitada de incrementar la producción de una

nueva. Además, abordamos cuestiones relativas a cómo distribuir

medicamentos antivirales, qué protocolos seguían los hospitales en el

tratamiento de casos de gripe e incluso cómo lidiaríamos con la posibilidad

de cerrar las escuelas e imponer cuarentenas si la situación empeoraba

sustancialmente. Varios veteranos del equipo de respuesta de la

Administración Ford a la gripe porcina de 1976 nos advirtieron de las

dificultades que conllevaba adelantarse a un brote sin caer en la

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