Una-tierra-prometida (1)
Junto a Rahm, Phil Schiliro y mi vicejefe de gabinete Jim Messina, quienfue la mano derecha de Plouffe en la campaña y una de nuestras mentespolíticas más astutas, nuestro equipo de sanidad empezó a esbozar la mejorestrategia legislativa. A partir de nuestra experiencia con la Ley deRecuperación, no albergábamos dudas acerca de que Mitch McConnellharía cuanto estuviera en su mano para boicotearnos, ni de que lasposibilidades de conseguir votos republicanos en el Senado para algo tanrelevante y controvertido como la atención médica serían casi nulas. Nosanimaba saber que en lugar de los cincuenta y ocho senadores con los quehabíamos contado al aprobar el plan de estímulo, posiblemente contaríamoscon sesenta. Al Franken por fin ocupó su escaño tras un polémico recuentode votos en Minnesota, y Arlen Specter había decidido cambiar de partidodespués de haber sido prácticamente expulsado del Partido Republicano —igual que Charlie Crist— por apoyar la Ley de Recuperación.Pero no teníamos del todo garantizados los votos para superar elfilibusterismo, pues entre estos estaban un enfermo terminal como TedKennedy y Robert Byrd de Virginia Occidental, de salud delicada ymaltrecha, por no mencionar a demócratas conservadores como Ben Nelsonde Nebraska (antiguo directivo de una aseguradora), que podía dejarnostirados en cualquier momento. Además de aspirar a disponer de ciertomargen de error, sabía que aprobar algo monumental como una reformasanitaria estrictamente con los votos de un solo partido haría que másadelante la ley fuese políticamente vulnerable. En consecuencia, pensamosque tenía sentido delinear nuestra propuesta legislativa de tal modo quecomo mínimo tuviera alguna oportunidad de atraer a un puñado derepublicanos.Por suerte, teníamos un modelo en el que basarnos, uno que,curiosamente, había surgido de una colaboración entre Ted Kennedy y elexgobernador de Massachusetts Mitt Romney, uno de los rivales de JohnMcCain en las primarias republicanas a la presidencia. Unos años antes, altener que afrontar un déficit presupuestario y la perspectiva de perderfinanciación para Medicaid, Romney se había obsesionado con encontrar lamanera de ampliar el número de habitantes de Massachusetts debidamenteasegurados, lo que habría reducido el gasto estatal en atención de urgenciaspara las personas sin seguro médico e, idealmente, redundaría en una mejorsalud de la población en general.
Romney y su equipo idearon una estrategia polifacética en la que cadaindividuo estaría obligado a contratar un seguro médico (un «seguroindividual obligatorio»), de la misma manera que todo dueño de un cochedebe tener seguro de automóvil. Las personas con ingresos intermedios queno reuniesen los requisitos para beneficiarse de Medicare o de Medicaidpero que tampoco pudiesen costearse un seguro por su cuenta, recibirían unsubsidio público para hacerlo. La cuantía del subsidio se determinaría segúnun baremo basado en los ingresos de cada persona, y se establecería unmercado online centralizado —una «bolsa central»— para que losconsumidores pudieran comparar los distintos seguros y contratar el másconveniente para ellos. Las aseguradoras, por su parte, ya no podrían negarla cobertura a posibles clientes aduciendo la existencia de enfermedadesprevias.Estas dos ideas —seguro individual obligatorio y protección de laspersonas con enfermedades previas— iban de la mano. Al disponer de unenorme conjunto de nuevos clientes beneficiarios de subsidios públicos, lasaseguradoras ya no tenían excusas para seguir seleccionando solo a jóvenesy sanos a fin a de proteger sus beneficios. Entretanto, el seguro obligatorioimpedía que alguien pudiese burlar al sistema esperando a enfermar paracontratar un seguro. Cuando presentó su plan a los periodistas, Romneydescribió el seguro individual obligatorio como «la idea conservadora porantonomasia» porque promovía la responsabilidad individual.No era de extrañar que la Asamblea legislativa estatal de Massachusetts,controlada por los demócratas, desconfiase en un principio del plan deRomney, y no solo porque lo hubiese propuesto un republicano; entremuchos progresistas, la necesidad de sustituir un seguro privado y unaatención sanitaria con ánimo de lucro por un sistema de pagador únicocomo el de Canadá era un dogma de fe. Si partiésemos de cero, yo les daríala razón; la evidencia de otros países mostraba que un sistema único ynacional —en esencia, Medicare para todos— era una maneraeconómicamente eficaz de proporcionar atención sanitaria de calidad. Peroni Massachusetts ni Estados Unidos partían de cero. Teddy, quien a pesar desu reputación de progresista bonachón siempre fue una persona muypráctica, entendió que intentar desmantelar el sistema existente y sustituirlopor otro completamente nuevo no sería solo un imposible político, sino quesupondría un gran trastorno económico. Así que adoptó con entusiasmo la
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Junto a Rahm, Phil Schiliro y mi vicejefe de gabinete Jim Messina, quien
fue la mano derecha de Plouffe en la campaña y una de nuestras mentes
políticas más astutas, nuestro equipo de sanidad empezó a esbozar la mejor
estrategia legislativa. A partir de nuestra experiencia con la Ley de
Recuperación, no albergábamos dudas acerca de que Mitch McConnell
haría cuanto estuviera en su mano para boicotearnos, ni de que las
posibilidades de conseguir votos republicanos en el Senado para algo tan
relevante y controvertido como la atención médica serían casi nulas. Nos
animaba saber que en lugar de los cincuenta y ocho senadores con los que
habíamos contado al aprobar el plan de estímulo, posiblemente contaríamos
con sesenta. Al Franken por fin ocupó su escaño tras un polémico recuento
de votos en Minnesota, y Arlen Specter había decidido cambiar de partido
después de haber sido prácticamente expulsado del Partido Republicano —
igual que Charlie Crist— por apoyar la Ley de Recuperación.
Pero no teníamos del todo garantizados los votos para superar el
filibusterismo, pues entre estos estaban un enfermo terminal como Ted
Kennedy y Robert Byrd de Virginia Occidental, de salud delicada y
maltrecha, por no mencionar a demócratas conservadores como Ben Nelson
de Nebraska (antiguo directivo de una aseguradora), que podía dejarnos
tirados en cualquier momento. Además de aspirar a disponer de cierto
margen de error, sabía que aprobar algo monumental como una reforma
sanitaria estrictamente con los votos de un solo partido haría que más
adelante la ley fuese políticamente vulnerable. En consecuencia, pensamos
que tenía sentido delinear nuestra propuesta legislativa de tal modo que
como mínimo tuviera alguna oportunidad de atraer a un puñado de
republicanos.
Por suerte, teníamos un modelo en el que basarnos, uno que,
curiosamente, había surgido de una colaboración entre Ted Kennedy y el
exgobernador de Massachusetts Mitt Romney, uno de los rivales de John
McCain en las primarias republicanas a la presidencia. Unos años antes, al
tener que afrontar un déficit presupuestario y la perspectiva de perder
financiación para Medicaid, Romney se había obsesionado con encontrar la
manera de ampliar el número de habitantes de Massachusetts debidamente
asegurados, lo que habría reducido el gasto estatal en atención de urgencias
para las personas sin seguro médico e, idealmente, redundaría en una mejor
salud de la población en general.