Una-tierra-prometida (1)
necesitaba gastar más dinero en sanidad, simplemente hacerlo de maneramás inteligente. En teoría, eso era cierto. Pero lo que para una persona eraderroche e ineficiencia para otra era beneficios y comodidad: el gasto enbrindar mayor cobertura se reflejaría en la contabilidad federal mucho antesque los ahorros derivados de la reforma, y a diferencia de las aseguradoraso las grandes farmacéuticas, cuyos accionistas esperaban de ellas queestuvieran en guardia contra cualquier cambio que pudiese costarles uncentavo, la mayoría de los beneficiarios potenciales de la reforma —lacamarera, el pequeño agricultor, el trabajador autónomo o la supervivientede un cáncer— no estaban respaldados por grupos de presiónexperimentados y bien pagados que rondasen por los pasillos del Congresodefendiendo sus intereses.Dicho de otro modo: la complejidad de la reforma sanitaria eraendiablada, tanto en sus aspectos políticos como en su propia sustancia. Ibaa tener que explicar al pueblo estadounidense, incluidos aquellos quetuviesen un seguro de calidad, por qué y cómo podría funcionar la reforma.Por este motivo, decidí que seguiríamos un proceso lo más abierto ytransparente posible respecto de la elaboración de la legislación necesaria.«Todo el mundo tendrá un sitio en la mesa —había dicho a los votantesdurante la campaña—. No habrá negociaciones a puerta cerrada, sino quereuniremos a todas las partes implicadas y retransmitiremos lasnegociaciones por la televisión pública, para que el pueblo estadounidensepueda ver cuáles son las opciones.» Tiempo después, cuando le mencionéesta idea a Rahm, me miró como si desease que yo no fuese el presidente,para así poder expresar con más claridad lo estúpido que era mi plan. Paraconseguir que se aprobase el proyecto de ley, me dijo, a lo largo del procesoiba a ser necesario llegar a decenas de tratos y hacer otras tantas cesiones, ytodo eso no discurriría como un seminario de civismo.«Hacer salchichas no es algo agradable a la vista, señor presidente —medijo—. Y usted quiere una enorme.»Algo en lo que Rahm y yo sí estábamos de acuerdo era que nos esperabanmeses de trabajo durante los que tendríamos que analizar el coste y lasconsecuencias de cada posible pieza legislativa, coordinar todos losesfuerzos entre distintas agencias federales y ambas cámaras del Congreso,sin olvidar en ningún momento la necesidad de encontrar maneras de influir
sobre los principales actores en el mundo de la sanidad, desde losproveedores médicos hasta los gestores de los hospitales, pasando por lasaseguradoras y las farmacéuticas. Para hacer todo eso, necesitábamos contarcon un equipo sanitario de primer nivel que nos apoyara en todo momento.Tuvimos la fortuna de reclutar a un extraordinario trío de mujeres paraque nos ayudasen a gestionar el asunto. Kathleen Sebelius, que durante dosmandatos había sido gobernadora demócrata de Kansas, un estado contendencias republicanas, se incorporó como secretaria de Salud y ServiciosSociales. Como había sido comisionada estatal de seguros conocía tanto lafaceta política como la económica de la sanidad; además, era una mujer condotes políticas suficientes —inteligente, graciosa, extrovertida, dura y hábilcon los medios— para convertirse en la cabeza visible de la reformasanitaria, alguien a quien podíamos mandar a la televisión o enviar aencuentros con la ciudadanía por todo el país para explicar lo queestábamos haciendo. Jeanne Lambrew, profesora de la Universidad deTexas y experta en Medicare y Medicaid, ocupó el cargo de directora de laOficina para la Reforma Sanitaria del Departamento de Salud y ServiciosSociales; básicamente, nuestra principal consejera política. Alta, seria y confrecuencia ajena a los condicionamientos de la política, tenía en la cabezatodos los datos y sutilezas de cada propuesta sanitaria, por lo que podíamoscontar con ella para llamarnos al orden si nos deslizábamos en exceso haciael oportunismo político.Pero fue en Nancy-Ann DeParle en quien acabé apoyándome más amedida que nuestra campaña tomaba forma. Era una abogada de Tennesseeque había dirigido programas de salud estatales antes de ser directora deMedicare en la Administración Clinton, y se comportaba con la pulcraprofesionalidad de quien está acostumbrada a ver cómo el trabajo duro setraduce en éxito. No sabría decir en qué medida ese ímpetu provenía de suexperiencia de haber crecido siendo chinaestadounidense en un pueblecitode Tennessee. Nancy-Ann no hablaba mucho de sí misma, al menosconmigo. Sí sé que, cuando tenía diecisiete años, su madre murió de cáncerde pulmón, lo que quizá tuvo algo que ver con su disposición a renunciar aun lucrativo puesto en un fondo de inversión para desempeñar un trabajoque la obligaría a pasar aún más tiempo lejos de un marido cariñoso y doshijos pequeños.Al parecer, yo no era el único para quien conseguir que se aprobase lareforma sanitaria era algo personal.
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más inteligente. En teoría, eso era cierto. Pero lo que para una persona era
derroche e ineficiencia para otra era beneficios y comodidad: el gasto en
brindar mayor cobertura se reflejaría en la contabilidad federal mucho antes
que los ahorros derivados de la reforma, y a diferencia de las aseguradoras
o las grandes farmacéuticas, cuyos accionistas esperaban de ellas que
estuvieran en guardia contra cualquier cambio que pudiese costarles un
centavo, la mayoría de los beneficiarios potenciales de la reforma —la
camarera, el pequeño agricultor, el trabajador autónomo o la superviviente
de un cáncer— no estaban respaldados por grupos de presión
experimentados y bien pagados que rondasen por los pasillos del Congreso
defendiendo sus intereses.
Dicho de otro modo: la complejidad de la reforma sanitaria era
endiablada, tanto en sus aspectos políticos como en su propia sustancia. Iba
a tener que explicar al pueblo estadounidense, incluidos aquellos que
tuviesen un seguro de calidad, por qué y cómo podría funcionar la reforma.
Por este motivo, decidí que seguiríamos un proceso lo más abierto y
transparente posible respecto de la elaboración de la legislación necesaria.
«Todo el mundo tendrá un sitio en la mesa —había dicho a los votantes
durante la campaña—. No habrá negociaciones a puerta cerrada, sino que
reuniremos a todas las partes implicadas y retransmitiremos las
negociaciones por la televisión pública, para que el pueblo estadounidense
pueda ver cuáles son las opciones.» Tiempo después, cuando le mencioné
esta idea a Rahm, me miró como si desease que yo no fuese el presidente,
para así poder expresar con más claridad lo estúpido que era mi plan. Para
conseguir que se aprobase el proyecto de ley, me dijo, a lo largo del proceso
iba a ser necesario llegar a decenas de tratos y hacer otras tantas cesiones, y
todo eso no discurriría como un seminario de civismo.
«Hacer salchichas no es algo agradable a la vista, señor presidente —me
dijo—. Y usted quiere una enorme.»
Algo en lo que Rahm y yo sí estábamos de acuerdo era que nos esperaban
meses de trabajo durante los que tendríamos que analizar el coste y las
consecuencias de cada posible pieza legislativa, coordinar todos los
esfuerzos entre distintas agencias federales y ambas cámaras del Congreso,
sin olvidar en ningún momento la necesidad de encontrar maneras de influir