Una-tierra-prometida (1)

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07.09.2022 Views

padre que se veía en apuros para reunir el dinero del tratamiento de un hijoenfermo, recordaba la noche en que Michelle y yo tuvimos que llevar aurgencias a Sasha, entonces de tres meses, por lo que resultó ser unameningitis viral; el terror y la impotencia que sentimos cuando lasenfermeras se la llevaron para practicarle una punción lumbar, y laconstatación de que nunca habríamos detectado la infección a tiempo si lasniñas no hubiesen tenido un pediatra habitual con quien teníamos lasuficiente confianza para llamarlo a mitad de la noche. Cuando, durante lacampaña, conocí a agricultores o cajeras de supermercado que tenían unarodilla fastidiada o sufrían problemas de espalda porque no podíancostearse una visita al médico, pensaba en uno de mis mejores amigos,Bobby Titcomb, un pescador profesional en Hawái que solo recurría a laatención médica profesional si corría peligro su vida (como cuando, aconsecuencia de un accidente de buceo, un arpón le perforó el pulmón)porque el coste mensual de un seguro se habría llevado lo que ganaba enuna semana entera de pesca.Pero sobre todo pensaba en mi madre. A mediados de junio viajé a GreenBay, en Wisconsin, para el primero de una serie de encuentros en torno a lasanidad que íbamos a mantener con la ciudadanía por todo el país, con laesperanza de recibir comentarios de los ciudadanos y de informar a la gentesobre las posibilidades de reforma. Ese día quien me presentó fue LauraKlitzka, que tenía treinta y cinco años y a quien habían diagnosticado unagresivo cáncer de mama que se había extendido a sus huesos. Aunqueestaba cubierta por el seguro médico de su marido, las sucesivas rondas decirugía, radioterapia y quimioterapia habían hecho que sobrepasase el límitede por vida de la póliza, lo que los llevó a acumular una deuda pendiente dedoce mil dólares en facturas médicas. Contra la opinión de su marido, Peter,se estaba planteando si merecía la pena seguir con el tratamiento. En susalón, antes de salir hacia el lugar del acto, Laura esbozó una débil sonrisamientras observábamos cómo Peter se esforzaba por controlar a los niñospequeños que jugaban en el suelo.«Me gustaría pasar con ellos el máximo de tiempo posible —me dijo—,pero no quiero dejarlos con un montón de deuda. Me parece egoísta.» Susojos empezaron a humedecerse y la tomé de la mano mientras recordaba ami madre consumiéndose durante esos últimos meses: las veces en queretrasó revisiones que podrían haber detectado la enfermedad porque seencontraba entre un contrato de consultoría y el siguiente, y no tenía

cobertura; el estrés que dio con ella en la cama del hospital cuando suaseguradora se negó a pagar su solicitud de invalidez, argumentando que nohabía revelado una enfermedad previa a pesar de que ni siquiera se lahabían diagnosticado cuando la póliza entró en vigor. La pesadumbrecallada.Conseguir la aprobación del proyecto de ley sobre sanidad no medevolvería a mi madre, ni aplacaría el sentimiento de culpa que sentía porno haber estado a su lado en su último suspiro. Y probablemente llegaríademasiado tarde para ayudar a Laura Klitzka y su familia.Pero sí salvaría a alguna madre, en algún lugar, en algún momento. Y poreso merecía la pena luchar.La pregunta era si conseguiríamos sacarlo adelante. Por complicado quehubiese sido lograr que se aprobase la Ley de Recuperación, la idea en quese basaba la legislación de estímulo económico era muy sencilla: permitir alGobierno inyectar dinero lo más rápidamente posible para mantener a flotela economía y evitar los despidos. La ley no quitaba dinero a nadie, noobligaba a cambiar el modo en que funcionaban las empresas ni suspendíaprogramas antiguos para costear otros nuevos. A corto plazo, no habíaperdedores.Por el contrario, cualquier reforma sanitaria de envergadura suponía lareestructuración de una sexta parte de la economía estadounidense. Unalegislación de esta magnitud implicaba interminables discusiones en torno acientos de páginas de enmiendas y normativas, algunas nuevas y otrasresultado de reescribir leyes anteriores: todas ellas con sus propias eimportantes repercusiones. Una sola disposición incorporada a la ley podríatraducirse en ganancias o pérdidas de miles de millones de dólares paraalgún sector de la industria sanitaria. Un cambio en alguna cifra, un ceroaquí o una coma decimal allá, podía significar que un millón de familiasmás recibiesen cobertura; o no. En todo el país, aseguradoras como Aetna oUnitedHealthcare tenían un número considerable de empleados, y loshospitales locales eran un pilar económico para muchos condados yciudades pequeñas. La gente tenía motivos de peso —de vida o muerte—para inquietarse ante cualquier cambio que pudiera afectarle.Otro asunto era la cuestión de cómo financiar la ley. Yo habíaargumentado que, para dar cobertura a más personas, Estados Unidos no

padre que se veía en apuros para reunir el dinero del tratamiento de un hijo

enfermo, recordaba la noche en que Michelle y yo tuvimos que llevar a

urgencias a Sasha, entonces de tres meses, por lo que resultó ser una

meningitis viral; el terror y la impotencia que sentimos cuando las

enfermeras se la llevaron para practicarle una punción lumbar, y la

constatación de que nunca habríamos detectado la infección a tiempo si las

niñas no hubiesen tenido un pediatra habitual con quien teníamos la

suficiente confianza para llamarlo a mitad de la noche. Cuando, durante la

campaña, conocí a agricultores o cajeras de supermercado que tenían una

rodilla fastidiada o sufrían problemas de espalda porque no podían

costearse una visita al médico, pensaba en uno de mis mejores amigos,

Bobby Titcomb, un pescador profesional en Hawái que solo recurría a la

atención médica profesional si corría peligro su vida (como cuando, a

consecuencia de un accidente de buceo, un arpón le perforó el pulmón)

porque el coste mensual de un seguro se habría llevado lo que ganaba en

una semana entera de pesca.

Pero sobre todo pensaba en mi madre. A mediados de junio viajé a Green

Bay, en Wisconsin, para el primero de una serie de encuentros en torno a la

sanidad que íbamos a mantener con la ciudadanía por todo el país, con la

esperanza de recibir comentarios de los ciudadanos y de informar a la gente

sobre las posibilidades de reforma. Ese día quien me presentó fue Laura

Klitzka, que tenía treinta y cinco años y a quien habían diagnosticado un

agresivo cáncer de mama que se había extendido a sus huesos. Aunque

estaba cubierta por el seguro médico de su marido, las sucesivas rondas de

cirugía, radioterapia y quimioterapia habían hecho que sobrepasase el límite

de por vida de la póliza, lo que los llevó a acumular una deuda pendiente de

doce mil dólares en facturas médicas. Contra la opinión de su marido, Peter,

se estaba planteando si merecía la pena seguir con el tratamiento. En su

salón, antes de salir hacia el lugar del acto, Laura esbozó una débil sonrisa

mientras observábamos cómo Peter se esforzaba por controlar a los niños

pequeños que jugaban en el suelo.

«Me gustaría pasar con ellos el máximo de tiempo posible —me dijo—,

pero no quiero dejarlos con un montón de deuda. Me parece egoísta.» Sus

ojos empezaron a humedecerse y la tomé de la mano mientras recordaba a

mi madre consumiéndose durante esos últimos meses: las veces en que

retrasó revisiones que podrían haber detectado la enfermedad porque se

encontraba entre un contrato de consultoría y el siguiente, y no tenía

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