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Una-tierra-prometida (1)

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Pero, sin negar su utilidad, estas innovaciones también contribuyeron a

elevar aún más los costes sanitarios. Y puesto que eran las aseguradoras las

que se hacían cargo de las facturas médicas del país, los pacientes tenían

escasos incentivos para cuestionar si las compañías farmacéuticas cobraban

de más o si los médicos y hospitales encargaban pruebas redundantes y

tratamientos innecesarios para mejorar sus cuentas de resultados.

Entretanto, casi una quinta parte del país vivía en riesgo de que una sola

enfermedad o accidente los abocase a la ruina económica. Con frecuencia,

quienes no tenían seguro se saltaban los chequeos periódicos o los cuidados

preventivos porque no podían costeárselos, y esperaban a estar muy

enfermos para buscar atención médica en las salas de urgencias de los

hospitales, donde una enfermedad más avanzada implicaba un tratamiento

más costoso. Los hospitales compensaban esta atención no retribuida

incrementando los precios para los clientes asegurados, lo cual a su vez

contribuía a elevar aún más las pólizas.

Todo esto explicaba por qué los estadounidenses gastaban mucho más

dinero por persona en sanidad que cualquier otra economía avanzada (un

112 por ciento más que Canadá, un 109 por ciento más que Francia, un 117

por ciento más que Japón), con resultados similares o peores. Esta

diferencia ascendía a cientos de miles de millones de dólares al año; dinero

que podría haberse destinado a proporcionar guarderías de calidad a las

familias, a reducir las tasas universitarias, o a eliminar una parte sustancial

del déficit federal. Los costes sanitarios descontrolados también lastraban a

las empresas estadounidenses: los fabricantes de automóviles japoneses y

alemanes no tenían que preocuparse por los en torno a mil quinientos

dólares adicionales en costes sanitarios de sus trabajadores actuales o ya

jubilados que Detroit debía repercutir en el precio de cada coche que salía

de sus cadenas de montaje.

De hecho, fue en respuesta a la competencia extranjera por lo que las

empresas estadounidenses empezaron, a finales de los años ochenta y

durante los noventa, a descargarse de los crecientes costes de los seguros

sanitarios para sus empleados sustituyendo los planes tradicionales, que

exigían a sus beneficiarios pocos desembolsos (o ninguno), con versiones

más baratas que incluían franquicias más elevadas, copagos, límites totales

de cobertura a lo largo de la vida del asegurado y otras desagradables

sorpresas ocultas en la letra pequeña. A menudo los sindicatos solo eran

capaces de conservar sus planes de prestaciones a cambio de

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