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Una-tierra-prometida (1)

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Después de que Franklin Delano Roosevelt impusiera la congelación de

los salarios para atajar la inflación durante la Segunda Guerra Mundial,

muchas empresas empezaron a ofrecer seguros de salud y planes de

pensiones privados como manera de competir por el número limitado de

trabajadores que no habían sido desplegados fuera del país. Una vez

terminada la guerra, se mantuvo este sistema basado en el empleador, en

buena medida porque a los sindicatos les gustaba el arreglo, puesto que les

permitía usar los paquetes de prestaciones más generosos logrados mediante

acuerdos de negociación colectiva como argumento para atraer nuevos

afiliados. El inconveniente era que dejaba a esos sindicatos sin motivación

para abogar por programas de salud financiados por la Administración

pública que pudiesen ayudar a todos los demás trabajadores. Harry Truman

propuso un sistema nacional de salud en dos ocasiones: en 1945 y, de

nuevo, como parte de su paquete del Fair Deal en 1949, pero el atractivo

que tenía entre el público no fue rival para las millonarias campañas de

relaciones públicas de la Asociación Médica Estadounidense y otros grupos

de interés de la industria. Sus detractores no solo acabaron con el intento de

Truman, sino que convencieron a amplios sectores de la ciudadanía de que

la «socialización de la medicina» conduciría al racionamiento, a la

imposibilidad de elegir médico de cabecera y a la pérdida de las libertades

que los estadounidenses tanto aprecian.

En lugar de enfrentarse directamente a los seguros privados, los

progresistas dirigieron sus energías a ayudar a los segmentos de la

población a los que el mercado había dado la espalda. Estos esfuerzos

fructificaron durante la campaña de la Gran Sociedad de Lyndon B.

Johnson, cuando se introdujeron un programa universal de pagador único

dirigido a las personas mayores y financiado parcialmente con los ingresos

del impuesto sobre los salarios (Medicare), y un programa no tan amplio

dirigido a los pobres y financiado mediante una combinación de fondos

federales y estatales (Medicaid). Durante los años setenta y el principio de

los ochenta, este sistema a retazos funcionó bastante bien, y en torno al 80

por ciento de los estadounidenses disfrutaron de cobertura, ya fuese gracias

a sus trabajos o a través de uno de estos dos programas. Mientras, los

defensores del statu quo podían destacar las muchas innovaciones que la

industria médica con ánimo de lucro había aportado al mercado, desde las

imágenes por resonancia magnética hasta los medicamentos capaces de

salvar vidas.

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